Limitando a la libertad

Tabula Rasa

En días anteriores, se empezó a dar un debate en torno a la libertad de expresión y la censura.

Todo fue a partir de que las grandes compañías Twitter, Facebook e Instagram, decidieron suspender y cancelar definitivamente las cuentas de Donald Trump, por considerar que sus mensajes incitaron a una turba a tomar violentamente por asalto el Capitolio, en un afán de impedir la ratificación de las elecciones presidenciales.

Dichas medidas ocasionaron de inmediato un nuevo escenario de polarización en las propias redes sociales y también han llevado a una reflexión, aunque de manera más escondida y secundaria.

Lo primero que queremos aportar al respecto es lo señalado por el artículo 19 de la Declaración Universal de Derechos Humanos donde se establece que “Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión”. Este derecho es fundamental para el funcionamiento de la democracia. Sin la capacidad de poderse informar por distintas fuentes alternas a las oficiales y sin la posibilidad a su vez de poder informar a los demás, la ciudadanía queda a merced de la voluntad del gobierno. Quizá la razón más poderosa por la que la democracia permanece como la mejor forma de gobierno es que, pese a los fracasos en cuanto a disminuir la desigualdad económica de los últimos años, la libertad sigue siendo el valor más sagrado.

Sin embargo, estamos mirando una sola parte del tema. Tal parecería que la libertad de expresión es un derecho absoluto, sin límites. Hay quienes se han puesto del lado de Trump diciendo “hey, no importa lo que diga, hay que respetarle el derecho a expresarse”. Nada más falso que lo anterior. Como dice Victoria Camps en Paradojas del liberalismo, “La información ha de ser libre, efectivamente, pero mesurada: ni el informador tiene derecho a decirlo todo, ni el público tiene derecho a ser informado de cualquier estupidez o trivialidad”. Hoy buena parte de los medios de comunicación, la forma de informarse por excelencia, han sucumbido a la tentación de incluir de todo sin ninguna responsabilidad.

Tal vez sea una necesidad humana por creer que siempre hay algo escondido por lo que las teorías de la conspiración siempre hayan existido. Lo que por cierto, si no le hacen daño a nadie, qué más da que la gente crea que la construcción de las pirámides de Egipto las hayan hecho los extraterrestres o que en el siglo XVI los conquistadores españoles creyeran que existía una ciudad hecha de puro oro o de una fuente de la eterna juventud. Si sólo fuera algo similar a lo anterior, si el asunto no pasara de bochornosas historias, la libertad de expresión no debería limitarse, pero hay algo más. 

En otros tiempos, hablar de censura era para hacer referencia a la que ejercía el Estado sobre los medios de comunicación o sobre los periodistas, especialmente en los regímenes autoritarios o dictatoriales, donde no se permitían las voces opositoras. La democracia le daba voz a todos, y si bien seguía existiendo presión desde el gobierno hacía las noticias, digamos incómodas al poder, no existía una censura abierta, y en todo caso eran los propios medios de comunicación quienes establecían los límites para sus publicaciones.

Así, cada país fue haciendo su propio arreglo. En las monarquías europeas prevalecía un acuerdo tácito de hasta dónde se podía publicar sobre la familia real. En México se tuvo el caso del acuerdo entre gobierno y prensa al inicio del sexenio de Peña Nieto para que los medios dejaran de publicar en primera plana las noticias e imágenes de los asesinatos, de los cuerpos descuartizados y de los mensajes entre bandas delictivas. 

La mejor forma que ha establecido la sociedad para ir poniendo los límites a la libertad ha sido a través de las leyes. Mediante un marco legal aceptado por la mayoría de los ciudadanos, se ha establecido la frontera entre lo que es válido y lo que no. En México, el artículo 6 constitucional dice que “La manifestación de las ideas no será objeto de ninguna inquisición judicial o administrativa, sino en el caso de que ataque a la moral, la vida privada o los derechos de terceros, provoque algún delito, o perturbe el orden público”.  De inmediato saltan algunas cuestiones como ¿quién decide lo que es moral? ¿El llamado a una manifestación pública se puede considerar como una perturbación del orden público?  No es fácil la respuesta.

Por lo tanto, es preciso enmarcar las libertades, porque como lo señalara John Rawls en el Liberalismo político,las libertades básicas constituyen un marco de oportunidades y vías de acción legalmente protegidas. Las libertades básicas están especificadas por derechos y deberes institucionales que facultan a los ciudadanos para hacer varias cosas, si así lo desean, y que prohíben que otras cosas interfieran en la acción de los ciudadanos”. El límite para la libertad de un ciudadano es la libertad de otro ciudadano. Por desgracia, las redes sociales se han olvidado de este límite.

Las grandes redes sociales surgen, primero, como una forma virtual de comunicación entre conocidos, luego se fue transformado y creciendo para ser también vehículo de información y de acción política. Así como no es posible entender el ascenso y triunfo de Barack Obama por su presencia en Facebook, así tampoco podemos desligar a Twitter del triunfo electoral de Trump. La efímera, pero esperanzadora primavera árabe se originó por la movilización de los jóvenes egipcios vía Facebook, mientras que la terrible limpieza étnica contra la minoría musulmana en Birmania, que ya ocasionó más de 700 mil refugiados a Bangladés, no hubiera sido posible sin la campaña de mentiras y odio que hicieron militares birmanos vía Facebook. Sol y sombra.

De igual forma, el tema de la libertad también es un asunto ético. Lo ético sirve para la autocontención, y volviendo nuevamente a Victoria Camps, “el problema ético aparece no sólo cuando un determinado derecho deja de respetarse, sino mayoritariamente cuando la aplicación de un derecho viola otro”.

La falta de leyes y de ética ha propiciado que en las redes sociales exista una constante presencia de campañas de desinformación, noticias falsas, postverdades, fake news, hechos alternativos, otros datos, o para resumir en un concepto clásico, de mentiras. Todas en nombre de la libertad, aunque Raymond Aron, en Ensayo sobre las libertades propone que “más nos valdría, quizá no utilizar la misma palabra para las libertades (no impedimento por parte de los otros o por la amenaza de las sanciones) para las libertades-capacidad a las que aspiran los individuos”. 

Hace falta ponerle límites a la libertad, pero ¿cuáles deben ser esos límites? Y más aún, ¿quién debe poner esos límites? Nos dice David Jiménez en un reciente artículo en el New York Times que tras lo sucedido en Estados Unidos, la decisión de cancelar las cuentas en redes sociales a Trump por parte de las empresas como prevención a nuevas incitaciones de violencia “tiene su punto débil en la misma arbitrariedad y falta de transparencia que le permitió operarlas sin control. Las líneas rojas son demasiado finas y complejas para que la decisión dependa de un puñado de directivos de Silicon Valley”. Una mejor respuesta nos la da Alemania, que desde 2018, o Francia desde 2019, cuentan con una ley contra el odio en internet, dirigido básicamente a aquellos mensajes que inciten al odio racial, religioso, de género, o a la violencia. Pero sobre todo, con la mira puesta en contra de la radicalización terrorista o la propaganda neonazi.

Puesto de esta forma, resulta fácil decir a quiénes hay que silenciar, pero la realidad es más compleja. No falta el gobernante autoritario que ha aprovechado el momento para sacar sus propias leyes contra el odio en internet para empezar a silenciar a sus oponentes, pretexto de incitar al odio (y querer derrumbar su gobierno) como ha sucedido en Venezuela.

Una ley similar en Egipto hubiera impedido la primavera árabe. Por cierto, no es nada nuevo como bien nos los recuerda Alexis de Tocqueville en su menos famoso pero no menos importante libro El antiguo Régimen y la Revolución cuando señala que “ni siquiera los déspotas niegan las bondades de la libertad, sólo que no la quieren más que para ellos mismos y señalan que todos los demás son indignos de ella”. 

Esta nueva batalla por la libertad no va a ser fácil, porque como es de prever, los mensajes tienen receptores dispuestos a creer en lo que les digan los déspotas, por usar el término de Toqueville, y, como sucedió en el Capitolio, también están dispuestos a radicalizarse de forma violenta. Ya nos lo advertía el extraordinario poeta W.B. Yeats en su poema La segunda venida:

“La marea ensangrentada se desata, y en todos lados
la ceremonia de la inocencia es ahogada;
los mejores carecen de toda convicción, mientras los peores
están llenos de intensidad apasionada”.

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