Estado y Ciencia

Tabula Rasa

(LeMexico) – Uno de los grandes pendientes que siempre queda fuera de los debates públicos es el relativo a ciencia e investigación. A la sociedad no le interesa mucho porque siente que le representa algo ajeno, mientras que los políticos y gobernantes ven que los resultados suelen ser inciertos y, en todo caso, llegan después de mucho tiempo, ya cuando no están en el cargo.

La ONU ha determinado que los países deberían destinar por lo menos el 1% del PIB al rubro ciencia, que denominan de manera especial como Investigación y Desarrollo (I+D). El Informe de la UNESCO sobre la Ciencia, La carrera contra el reloj para un desarrollo más inteligente, presentado en 2021, señala que entre 2014 y 2018, el PIB mundial creció un 14.8% mientras que el gasto mundial en ciencia aumentó 19.2%. La mala noticia es que más del 80% de los países siguen invirtiendo menos del 1%, esto es, que quienes aumentaron el gasto en ciencia fueron los países más desarrollados.

Por ejemplo, el porcentaje mundial del PIB destinado a ciencia fue de 1.79% en 2018; en la región de América del Norte se elevó a 2.73%, en América Latina el promedio fue de 0.66%, y México aportó el 0.31%. Si buscamos investigadores por cada millón de habitantes en América del Norte hay 4, 432; en América Latina, 593; y en México existen unos 260, y de acuerdo con el reporte de la OCDE, los países miembros de la OCDE en 2020 registraron 49,915 patentes, mientras que en México se registraron 19.

Nuestro país, que es un modelo a seguir en cuanto a promulgación de leyes, mas no en obedecerlas, aprobó en 2002 la Ley de Ciencia y Tecnología, donde se señalaba que debía destinarse, de manera conjunta entre los tres órdenes de gobierno, al menos el 1% del PIB nacional (artículo 9 Bis). En mayo de 2023 entró en vigor la Ley General en Materia de Humanidades, Ciencias, Tecnologías e Innovación, donde se quita la obligación del porcentaje mínimo y se limita a señalar que no pueden destinarse recursos menores a los destinados el año previo en el Presupuesto de Egresos (artículo 30). Es decir, esta nueva ley reconoce que durante 21 años a ningún gobierno le interesó cubrir el 1% y mejor eliminó algo que por lo visto no pensaba cumplir, y que es, según el estudio de la UNESCO es del 0.31%, la mitad de lo que destina la región de América Latina.

Tenemos, pues, que estamos dentro del nada honroso 80% de los países que menos recursos asignan a la I+D. El Centro de Estudios para las Finanzas Públicas en el documento Evolución de los Recursos Federales Aprobados para la Ciencia y el Desarrollo, 2012-2021, muestra una tabla donde se puede ver que de los primeros 11 países con el mayor Índice de Desarrollo Humano (IDH), en 7 de ellos le destinan más del 2% del PIB a la ciencia y la investigación (y sí, ahí aparece Dinamarca); mientras que los países con menor desarrollo y de IDH bajo o medio gastan en general menos de 0.60% del PIB en I+D.

Sin embargo, la ciencia y la investigación, pese a los diferentes cuestionamientos y olvidos que han sufrido en los últimos años por parte de los políticos, todavía gozan de buena reputación, se les ve con respeto, pero se les ataca por no dar respuestas inmediatas a los problemas urgentes. La excepción es cuando las circunstancias obligan que los apoyos públicos y privados se vuelquen hacia ellas. Ya se dio el caso del dinero destinado, y las esperanzas de la humanidad entera, a la creación de vacunas contra el COVID, que aceleró procesos que duran normalmente unos 10 años a menos de 12 meses.

Otro caso fue durante la Segunda Guerra Mundial, cuando los gobiernos de Alemania y de los Estados Unidos emprendieron esfuerzos y presupuestos casi sin límites para la creación de la bomba atómica. Esta carrera científica se puede entender en la excelente novela de Jorge Volpi, En busca de Klingsor, o en la recién estrenada película Oppenheimer, que retrata la manera en que un grupo de científicos apoyados por el gobierno estadounidense se dedican al largo proceso de prueba y error científico.

Pero, ¿qué pasaría si nos enteráramos de que una raza extraterrestre decide emprender un viaje para invadir al planeta Tierra? Esta hipótesis es la que le da vida a El dilema de los tres cuerpos, el primero de la extraordinaria trilogía literaria de Cixin Liu. En dicha novela (o en la serie que se estrenará en 2024), ante dicha amenaza, todos los países se unen para entregar recursos sin límites a la actividad científica, con la finalidad de que desarrollen los sistemas de defensa ante la segura invasión.

En los casos anteriores, reales o imaginados, el Estado asumió su papel de garante de la salud o la seguridad de sus ciudadanos y encabezó los esfuerzos, coordinó los trabajos, y sobre todo, puso a disposición recursos para obtener los resultados de manera inmediata. El ámbito de acción no solo fue en las organizaciones o instituciones públicas, sino que también abarcó el sector privado.

Al ver los resultados, uno supondría que no debería ser necesario llegar a situaciones de riesgo extremas para poder enfocarnos en los problemas más relevantes; no requerimos de la “luz del túnel” que nos hablan Sendhil Mullainathan y Eldar Shafir en su libro Escasez. ¿Por qué tener poco significa tanto? Sin embargo, pasada la emergencia, como dice Serrat en la canción Fiesta: “vuelve el pobre a su pobreza, el rico a su riqueza y el señor cura a sus misas”. Es decir, el Estado regresó a sus asuntos habituales y la iniciativa privada a seguir buscando la manera de incrementar sus ganancias.

Insisto, la mayor desventaja de la ciencia es que no genera ganancias inmediatas. Ni para la sociedad, ni para la clase política, ni mucho menos para la iniciativa privada, tan acostumbrada en estos tiempos a pensar más en los ingresos financieros. La clase política rebaja los apoyos a la ciencia argumentando que los principales beneficiarios de los resultados obtenidos en los laboratorios son los empresarios y, por tal motivo, son ellos quienes deben invertir, para que esos recursos liberados se dediquen a la sociedad. Argumento real pero incompleto.

El Estado debe ser el principal impulsor de la ciencia. Ni debe ser el espectador que le deja el campo a la iniciativa privada (que solo apoyará proyectos que puedan generar ganancias al corto plazo), ni debe obligar a que una ciencia ideológica a favor de los trabajadores o el pueblo (¿recuerdan a la Unión Soviética?). Mariana Mazzucato en su libro Misión Economía, apunta que el Estado no debe verse como un competidor en el mercado ni el sustituto de la iniciativa privada, sino como el líder de un proyecto que es capaz de poner la voluntad política, el financiamiento donde sea necesario, y convencer a la sociedad de tener un objetivo común.

Mazzucato, en otro libro, El Estado emprendedor, nos recuerda que, si bien es cierto que la historia de Steve Jobs es una oda al inventor de garaje, el gran éxito del iPhone fue el tener en un solo aparto, internet, GPS, pantalla táctil, y claro, funciones de teléfono. Todas esas funciones son producto de proyectos inicialmente financiados por parte del Estado. El problema no es que el empresario utilice lo que se crea con dinero público, sino el hecho de que debería pagar una mayor cantidad de sus ganancias.

Volviendo a Misión Economía, Mazzucato nos recuerda otra historia que deberíamos rescatar, una donde participaron Estado, empresarios y sociedad: la misión de “llevar al hombre a la luna” como se le llamaba a principios de los años 60. Al tener un objetivo claro, que era apoyado por la sociedad, los recursos públicos y privados fluyeron. Tal y como ha funcionado la ciencia desde siempre, fue avanzado con base en la prueba-error, pero se llegó al objetivo. No se perdió tiempo en eternas discusiones sobre quién gastó, cuánto gastó o por qué lo gastó.

Hoy en día se ha perdido esa capacidad de tener una visión común para el largo plazo. La ONU ha anunciado que la ciencia ha hecho su trabajo y para 2030 se podrá erradicar una de las enfermedades de trasmisión más agresivas que surgiera durante la década de los 80, el sida, pero que eso depende de que haya la voluntad política y el financiamiento necesario.

Los retos que nos depara el futuro obligan a un Estado más participativo y emprendedor, porque sólo éste es capaz de organizar a todos los actores en pos de un objetivo común, y de hacer lo que otros no quieren realizar. Solo el Estado puede aglutinar apoyos en torno a la misión social común más urgente que tenemos para el futuro inmediato: crecimiento verde sostenible, formas de vida saludables, el futuro de la movilidad o la superación de la brecha digital. Y todo lo anterior requiere de una gran inversión en I+D.

Debemos rescatar que, como dice John Maynard Keynes en El fin de Laissez-Faire (citado por Mazzucato), “lo importante para el gobierno no es hacer cosas que ya están haciendo los individuos, y hacerlas un poco mejor o un poco peor, sino hacer aquellas cosas que en la actualidad no se hacen en absoluto”.

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