Democracia bajo sitio

Tabula rasa

LeMexico – Si hay algún tema que ha estado presente a lo largo de los siglos es la democracia como una de las formas de gobierno. David Satavasage en Caída y ascenso de la democracia, nos habla de dos tipos de democracias: una denominada temprana, donde no hay elecciones y los gobernantes realizan sus funciones en permanente consulta con el pueblo, y la moderna, donde el pueblo participa de forma ocasional, eligiendo a sus representantes. Pero en estos tiempos donde “lo que pensábamos eran unas normas inviolables de decoro y decencia han sido quebrantadas de pronto. Al mismo tiempo, la confianza en muchas de nuestras instituciones se encuentra en sus mínimos históricos”.

Para el autor que analiza las democracias a lo largo de la historia, desde la bienamada democracia de la Atenas clásica hasta la expansión democrática de finales del siglo XX, los retos contemporáneos son a causa de dos factores nuevos: la aparición de un poder ejecutivo fuerte (en el entendido de que es producto de una elección y no de una imposición autoritaria) y la desconfianza ciudadana hacia las instituciones democráticas. 

En este punto debemos entender de donde partimos para hablar de democracia. Robert Dahl, en su clásico texto La poliarquía, nos hablaba de los entornos que la propiciaban, como por ejemplo, cargos públicos electos; elecciones libres, imparciales y periódicas, fuentes alternas de información, autonomía de asociaciones, entre otras. En México, la lucha histórica era por conseguir elecciones libres e imparciales, aunque eso no nos impedía estudiar La quiebra de las democracias de Juan Linz, un título publicado en español en 1987, cuando hablar de democracia en el país era algo así como ciencia ficción.

Ya avanzado el siglo XXI, cuando Donald Trump llegó a la presidencia de los Estados Unidos, se prendieron las alarmas de preocupación por el futuro que tomaría la democracia. Básicamente, porque llegaba al poder alguien que no compartía los valores de la democracia y se dedicó a atacarla antes, durante y después de su mandato. A partir de Trump, la ciencia política se empezó a ocupar de un tema que parecía impensable hace algunos años: la posibilidad de que la democracia llegara a su fin en países donde se consideraba consolidada.

Y no es porque se pensara que habíamos llegado al final de la historia (perdón por el cliché) sino que no parecía que los retrocesos o involuciones democráticas llegaran a los países de occidente. Por eso, no resultaba extraño que a la par del ascenso de Trump, en 2018 fueran publicándose varios trabajos planteando la incertidumbre en torno al futuro de una democracia consolidada como la de Estados Unidos. El que más trascendencia mediática tuvo fue sin duda el de Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, Cómo mueren las democracias, que se convirtió en todo un best seller.

Retomemos lo dicho por otros trabajos, que en ese año gozaron de menos fama, pero que abordan de manera sistemática y puntual el porqué la democracia podría llegar a su fin. En El pueblo contra la democracia, Yascha Mounk habla de que dos de los supuestos históricos ya no son lo que eran antes. Primero, la idea de que los países en que el gobierno había cambiado repetidamente de manos a través de elecciones libres y justas seguirían siendo democráticos para siempre; y segundo, que el liberalismo (estado de derecho) y la democracia (la voluntad popular) forman un todo indisoluble. Es decir, se partía del hecho de que elecciones libres y estado de derecho permanecerían inmutables con el tiempo.

Pero no solo eran esos supuestos, sino también lo que caracterizó a la democracia por mucho tiempo y que ahora no existe. Mounck señala tres constantes que ya no están vigentes: una, que durante el periodo de la estabilidad democrática, la mayoría de los ciudadanos disfrutaron de un rápido incremento de su nivel de vida; dos, durante todo ese periodo prevaleció un grupo racial o étnico concreto, ejerciendo el dominio en cada país; y tres, la comunicación de masas había sido exclusivo de la élite política y económica.

Hoy podemos ver que la democracia ya no viene aparejada a un crecimiento económico, y que, en todo caso, los beneficiados son solo quienes se encuentran entre el 1% más rico; los países occidentales reciben oleadas de migrantes provenientes del sur del planeta que huyen del hambre, la pobreza, la violencia o la guerra; primero con la aparición del internet y luego con el boom de las redes sociales, los medios tradicionales han perdido su impacto como generadores exclusivos de noticias.

Mounck no parece ser muy optimista:

“Una democracia liberal es sencillamente un sistema político que es liberal y democrático a la vez: que protegen los derechos individuales y traduce las opiniones populares en unas políticas públicas concretas”.

Sin embargo, ante un mundo cada vez más complejo, con sociedades que prefieren soluciones simples, existen condiciones para la aparición de los populistas, que no darán solución a los cada vez más complejos problemas, pero que sí dividirán a las sociedades en buenos y malos. De tal manera que “dos nuevas formas de régimen están emergiendo: la democracia iliberal (o democracia sin derechos) y el liberalismo no democrático (o derecho sin democracia). Y todo parece indicar que esa descomposición de la democracia liberal en sus dos componentes básicos va a ser protagonista clave de la historia del siglo XXI”.

Otro de los libros que salieron por la misma época, es el de David Runciman, Así termina la democracia, donde señala que “la definición mínima de democracia simplemente dice que es aquel régimen en el que quienes pierden unas elecciones aceptan que las han perdido. Traspasan el poder sin recurrir a la violencia; es decir, sonríen y encajan la derrota. Si sucede una vez, estamos ante un sistema con hechura de democracia. Si se repite una segunda vez, tenemos entre nosotros una democracia perdurable”. Estas características son más importantes que las que ocupan la discusión pública: intolerancia, polarización, desconfianza, acusaciones, etc., “la democracia comienza a dar señales de desquiciamiento”.

Rucinman considera que la democracia está fallando en aspectos que ni siquiera nos damos cuenta. Nos preocupamos demasiado tiempo en estudiar las transiciones y consolidaciones a la democracia que descuidamos el hecho de que se pueden erosionar de poco a poco. Las democracias ya no van a caer por un golpe de estado o una revolución, ni tampoco porque el país entrará en guerra (el principio de que ningún país democrático le declara la guerra a otro país democrático sigue siendo válido) sino por tres factores nuevos: un golpe antidemocrático que vaya desmantelando de a poco en poco las instituciones claves (elecciones imparciales, congresos plurales, poder judicial independiente y prensa); alguna catástrofe global como consecuencia del cambio climático, una crisis sanitaria o alimentaria; y la toma del poder de la tecnología, donde hoy los programas y los algoritmos empiezan a controlar lo que vemos, escuchamos y hasta comemos, nuevamente, sin que nos demos cuenta.

Otro gran politólogo, Adam Przeworski, señala en La crisis de la democracia, que para entender a cabalidad lo que estamos viviendo, es necesario entender que la democracia es “un acuerdo político en el cual las personas deciden su gobierno mediante elecciones y cuenta con una razonable posibilidad de destituir a los gobiernos en funciones que no sean de su agrado. La democracia es lisa y llanamente un sistema en el cual quienes están en funciones pueden perder las elecciones y en ese caso dejar sus cargos”. Pero también, la democracia es un mecanismo para procesar pacíficamente los conflictos.

Por eso, si las instituciones fallan o ya no dan cauce a los conflictos, la democracia entra en crisis. Por eso, “cuando llegan al poder partidos profundamente ideológicos que procuran eliminar obstáculos institucionales con el fin de consolidar su ventaja política y ganar discrecionalidad en la elaboración de políticas, la democracia se deteriora o retrocede”. Dos son las causas potenciales por las que estamos viendo esta clase de partidos en el poder. Una, porque el binomio democracia-economía ha dejado de funcionar. La falta de crecimiento económico, la pérdida de empleos y la creciente desigualdad ha recargado culpas a la democracia. Y dos, porque esta situación ha derivado en conductas de polarización, racismo y hostilidad entre las sociedades.

El problema es que lo anterior está acelerando la llegada de los populistas, porque ya sean de izquierda o de derecha, “los dos aseguran que el orden social es creado de manera espontánea por un único demiurgo: el mercado o el pueblo, este último, siempre en singular. Ninguno de ellos concibe que a las instituciones les quepa algún papel: la espontaneidad basta”. En 30 años, pasamos de que la democracia (y sus instituciones) eran la esperanza de un mejor mundo, a ser la causante de todos los males, incluso en Estados Unidos, como lo analizaron los autores que abordamos. Lo cierto es que hoy la democracia sigue bajo sitio, y no parece haber un rescate muy claro.

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