Cambio climático y política

Tabula Rasa

(LeMexico) – En el lejano 1968 se reunieron en Roma, Italia, un grupo de expertos de diferentes áreas cientificas para discutir el tema que más les preocupaba en ese momento: el futuro de la humanidad. Al grupo ahí reunido se le denominó Club de Roma y, como resultado de dicho encuentro, se publicó en 1972 un libro que habría de llamar la atención mundial, Los límites del crecimiento, en el cual se planteaban un escenario muy pesimista sobre lo que se vislumbraba.

Si bien un futuro catastrófico ya lo había bosquejado Thomas Malthus a finales del siglo XVIII en su Ensayo sobre el principio de población, lo que proyectaba el Club de Roma era que el crecimiento (basado en cinco actores: población, producción de alimentos, consumo de recursos naturales no renovables, industrialización y contaminación) estaba desarrollándose de manera exponencial, por lo que, de no modificarse las tendencias y políticas existentes, se llegaría al límite del crecimiento en el planeta en 100 años. El Grupo de Roma, por otra parte, señaló que no estábamos ante un destino ineludible, sino que se podía alterar el deterioro si se modificaban las condiciones de estabilidad ecológica y económica para dar sustentabilidad al futuro.

A partir de entonces, hemos visto cómo se ha acrecentado la preocupación por la vida del planeta tierra, principalmente por el aumento de la contaminación y por la explotación de los recursos naturales no renovables. Al mismo tiempo han surgido quienes consideran, desde una teoría conspiracionista, que todo es una exageración y un invento para detener el avance de los países industrializados. Entre las expresiones de preocupación más famosas destaca el documental de 2006 de Al Gore, Una verdad incómoda, donde presentaba que el calentamiento global amenazaba la existencia de la vida en el planeta tal y como la conocemos hasta ahora.

Hoy en día no se discute la existencia de un cambio climático debido al efecto invernadero, lo que se discute es el grado de peligrosidad para la sustentabilidad del ser humano. Para unos es inminente la hecatombe, mientras que para otros es una exageración. Por ejemplo, ayer en este sitio de LeMexico se publicó que la Universidad de Oxford y el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo hicieron una encuesta en 50 países a 1,2 millones de personas, la cual arrojó que el 64% considera que el cambio climático es una emergencia planetaria.

Basta voltear a Centroamérica para entender el por qué de la preocupación. A finales del año pasado, en Haulover, Nicaragua, el Huracán Iota dejó una franja de océano, de unos 100 metros de ancho, atravesando el centro del pueblo. Mientras tanto, dos semanas después llegó a Honduras el Huracán Eta, dejando una destrucción de tal magnitud que, ante el abandono de las autoridades, unas 9,000 personas emprendieron una caravana migrante tratando de llegar a Estados Unidos.

Si bien en apariencia el problema del cambio climático parece ser sencillo, en realidad es algo muy complejo, como dice Jarred Diamon en su libro Crisis, “casi todos hemos oido hablar del cambio climático. Pero es un fenómeno tan complicado, enrevesado y lleno de paradojas que hay pocas personas que sin ser especialistas en climatología realmente lo entienden”. En este sentido, la cantidad de datos que nos presentan un sombrío panorama son abrumadores, como casi todo en esta época, lo cual hace complicado el análisis.

Sin embargo, sí podemos trazar una ruta para saber cómo es que llegamos a este nivel y todo apunta a la industrialización del mundo. Jeremy Rifkin en su libro El Green New Deal Global, habla de cómo las revoluciones industriales han tenido un impacto directo en el medio ambiente a través de los elementos que identifican a cada etapa: medios de comunicación, fuente de energía y mecanismo de transporte.

En este sentido, la primera revolución industrial tuvo lugar en el siglo XIX, donde los elementos destacados fueron la imprenta el telégrafo, el carbón y la locomotora. La segunda revolución industrial que señala Rifkin tuvo lugar durante el siglo XX, apoyada por la radio, el teléfono, la electricidad, el petróleo y los vehículos de combustión interna. Esta segunda revolución es la que estamos viviendo y de la cual existen elementos que nos dicen que no termina por morir, mientras que, por el contrario, no termina por nacer en los albores de este siglo XXI una tercera revolución industrial que es la que se nutre del internet, las energías renovables y sustentables y los vehículos de energía verde.

Para poder calcular el impacto que las revoluciones industriales han tenido en el medio ambiente, Diamond nos dice que son tres los indicadores a considerar: número de habitantes, consumo medio de recursos y producción media de residuos. Como podemos ver, los elementos de las primeras dos revoluciones industriales, a parte de traer el progreso e impulsar el crecimiento económico de los países más desarrollados,
tanto el carbón, como la electricidad y el petróleo han dejado una serie de residuos tras de sí que son los que principalmente han impactado y cambiado el medio ambiente.

La industrialización reclamaba utilizar mucha energía y la más accesible era la proveniente de los combustibles fósiles. Sin embargo, a mayor crecimiento, mayor demanda de productos, lo que generaba una mayor producción que demandaba a su vez un mayor consumo de energía y, por lo tanto, se tenían mayores residuos contaminantes.

Un ciclo vicioso que ha dejado dañado el medio ambiente para todo el mundo y un crecimiento económico solo para unos cuantos países. El saldo global es negativo, ni crecimiento ni medio ambiente sano para la mayoría de los países (recordemos el caso de Centroamérica), pero con la urgente necesidad de que todos transitemos hacia la tercera revolución industrial.

Si bien hay enormes resistencias de algunos países a transitar hacia las energías sustentables, ya sea debido a presiones por parte de las compañías petroleras, por tener indexada la economía a la producción petrolera o por cuestiones ideológicas, en el mediano plazo, dichos países se verán mucho más afectados por no hacer la transición energética en estos momentos. Por ejemplo, el Banco Mundial publicó el estudio The Changing Wealth of Nations 2018, donde se apunta que “la riqueza en carbono es cada vez más peligrosa debido a la incertidumbre de los precios. Además, los intentos a gran escala de descarbonización global pueden disminuir el valor de los activos de carbono y socavar las vías de desarrollo tradicionales para las naciones ricas en carbono”.

Es decir, la apuesta por los combustibles fósiles apunta a ser una apuesta perdedora que se llevará por delante el desarrollo de los países. Cabe resaltar que alrededor de 140 países producen en mayor o menor medida combustibles fósiles, y que de los 25 países con mayor producción, al menos la mitad de ellos son países pobres. El propio Rilfkin refiere a un informe de 2015, donde Citigroup predice que se podrían volver obsoletos 100 billones de dólares en combustibles fósiles, mientras que David Wallace-Wells en El planeta inhóspito rescata el hecho de que en 2018 se calculaba que una transición energética global generaría en el mundo un saldo positivo de 26 billones de dólares. La lógica económica debería prevalecer. Hasta el gigante petrolero inglés BP, que algo ha de saber de negocios, ha planteado que de aquí al 2030 piensa reducir en un 40% la producción de petróleo y gas, y al mismo tiempo destinar 5,000 millones de dólares anuales en el desarrollo de energías limpias.

Si uno ve la importancia que tiene para la economía y para la vida diaria el uso de energía, y que esta proviene casi en su totalidad de combustibles fósiles, no pareciera que haya margen de maniobra. Sin embargo, esto no es así. Aunque del ambicioso Acuerdo de París sobre el cambio climático, donde los 189 países firmantes han aceptado llevar cabo reducciones significativas, no se logren la totalidad de las metas, el hecho de que la Unión Europea (plantean desaparecer totalmente el uso de los vehículos de combustión interna en 2050), China y ahora nuevamente Estados Unidos (el presidente Joe Biden se ha referido al cambio climático como “un elemento esencial de la política exterior y la seguridad nacional de Estados Unidos”), impulsen dicho acuerdo permite tener un margen de optimismo.

Por otra parte, el problema del medio ambiente ya no es un asunto de la ciencias exactas sino de las ciencias sociales en el sentido de que los avances teconógicos ahí están al alcance de los países e incluso de las personas. Dado que el sol y el aire son gratis para todos, el bajo costo de los paneles solares o de las estructuras eólicas, aunado a la posibilidad de almacenamiento de energía, el proceso se vuelve mucho más económico y menos contaminante que la extracción (cada vez tiene mayor costo la extracción de petroleo y su refinamiento) y almacenamiento de los combustibles fósiles.

Lo que se requiere son cambios en la voluntad política, en las estructuras económicas y en la cultura de las sociedades. Por ejemplo, mientras que China es uno de los principales impulsores de la transición hacia energías sustentables, en México, para 2021, los recursos destinados al Instituto Nacional de Ecología y Cambio Climático son un 25% menores que en 2018. Por eso, por que la respuesta al problema medioambiental está del lado de la política, es que, como dice Wallace-Wells, “Al fin y al cabo el calentamiento global es una creación humana. Y el reverso positivo de nuestros entimiento de culpa inmediato es que seguimos teniendo las riendas de la situación”.

No le dejemos esa rienda a los políticos.

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