El último revolucionario

Tabula Rasa

(LeMexico) – Con la muerte de Luis Echeverría Álvarez (presidente de México de 1970-1976) se cierra el ciclo de gobernantes que se decían herederos de la revolución mexicana. Un concepto que no decía nada en específico pero que permitía se identificara a los buenos, a quienes estaban en el lado correcto de la historia (por usar expresiones más actuales), y a quienes eran los enemigos. Evidentemente, los buenos de la película eran los revolucionarios triunfantes.

Echeverría decía ser, como marcaba la tradición de la época, un presidente de la revolución, y no es que hubiera estado en alguna batalla ni mucho menos. Digamos que lo más parecido fue cuando le aventaron una piedra a la cabeza al presentarse a un mitin a Ciudad Universitaria como candidato a la presidencia. Lo decía por la legitimidad que todavía gozaba una revolución iniciada 60 años atrás. Con su muerte, se va el último revolucionario en el poder.

Todos los presidentes gobiernan con claroscuros, pero el gobierno de Echeverría tiene pocos claros (aunque no lo crean, sí los hay, pocos, pero los hay) y demasiados oscuros, especialmente su indudable responsabilidad e involucramiento de la sangrienta represión de estudiantes en 1968 y 1971. Decir que Echeverría sencillamente era el demonio (o algún otro calificativo similar) es un análisis demasiado simplista que no ayuda en nada.

Por ejemplo, el historiador John Lukacs, en su libro El Hitler de la historia, señala que el calificar a Hitler como un loco, “lo releva de toda responsabilidad en especial en este siglo en el que una declaración de enfermedad mental exime de una condena judicial”. Por lo tanto, más que calificativos, hay que adrentarnos en la historia.

Hoy, todo aparece de forma muy clara. Los malos resultados del gobierno de Echeverría fueron de tal magnitud que no sorprende que existiera el rumor de que el 20 de noviembre de 1976 se iba a presentar un golpe de Estado (todavía recuerdo a mi angustiada madre, previo al tradicional desfile, preguntándole a mi maestra de la primaria, como si ella tuviera alguna información secreta, si eso era cierto) como una respuesta a la desastrosa conducción de la economía que llevó a la primera devaluación del peso en décadas y a la convulsa gestión de la vida política.

Si alguien se guiara por los adjetivos calificativos en torno a Luis Echeverría, pensaríamos que estamos viendo a uno de los villanos más grandes de la historia nacional. Sin embargo, por qué la sociedad de esa época (de los 60 a los 70) no lo juzgaba de la misma forma, o al menos el rechazo no era generalizado. En los libros de historia de educación pública de la época se nos enseñaba cómo fue Echeverría a presentar la Carta de los Derechos y Deberes Económicos de los Estados a la ONU. Era algo así como un prócer mundial a nivel de Gandhi o Luther King.

Esto nos debería llevar a que no hay análisis simple. Por ejemplo, hoy la condena es unánime a Santa Ana, pero pocos se detienen a analizar el hecho de que fue presidente de México en once ocasiones, algunas veces apoyado por los liberales, en otras por los conservadores y en otras más, aclamado como héroe nacional. Es claro que un análisis de tal magnitud no se puede abordar en una pocas cuartillas, pero lo que sí podemos hacer es tratar de visualizar al Echeverría de esa época a través de los escritos de uno de los más brillantes historiadores y ensayistas mexicanos, Daniel Cosío Villegas, y tomar el pretexto para repasar las cuatro obras que escribiera en los turbulentos años 70.

En el primero de ellos, El sistema político mexicano, (publicado en 1972), Cosío Villegas analiza el funcionamiento de la política nacional e identifica que “las dos piezas principales y características del sistema político mexicano son un poder ejecutivo (o, más específicamente, una presidencia de la República) con facultades de una amplitud excepcional, y un partido político oficial predominante”. Estamos hablando de la época donde el presidente gozaba de una amplitud de poderes constitucionales y metaconstitucionales (los que describe Jorge Carpizo en El presidencialismo mexicano), y donde todos los gobernadores, todos los senadores, y al menos el 80% de los diputados eran del entonces partido oficial, PRI. Eran los tiempos donde el presidente lo era todo, hasta una especie de Cronos mexicano capaz de manipular el tiempo, como lo demuestra el viejo chiste de que cuando el presidente preguntaba “qué hora es” la respuesta era “la que usted quiera”.

A medio sexenio, Cosío Villegas plantea en El estilo personal de gobernar (1974) que en el funcionamiento del sistema político mexicano, y dado que el presidente de México “tiene un poder inmenso, es inevitable que lo ejerza de manera personal y no institucionalmente, o sea que resulta fatal que la persona del presidente le dé a su gobierno un sello particular, haz inconfundible. Es decir, el temperamento, el carácter, la simpatía y los diferencias, la educación de la experiencias personales influirán de un modo claro en su vida pública y, por lo tanto, en sus actos de gobierno”.

Así pues, el país tuvo que acostumbrarse a un presidente que hablaba mucho y de todo, “no sólo tiene la impresión de que hablar es para Echeverría una verdadera necesidad fisiológica, sino de que está convencido de que dice cada vez cosas nuevas, en realidad verdaderas revelaciones”. En alguna ocasión le preguntaron cómo se superan las carencias, a lo que contestó, “con imaginación, pero con esfuerzo”. Y así todo el sexenio de un presidente “predicador” caracterizado por “la abundancia excesiva de sermones y la variedad y heterogeneidad de los temas desarrollados en ellos”, en lo que bautizaron como “monólogo público”.

En la recta final de cualquier sexenio, la gran interrogante es quién será el futuro candidato. Cosío Villegas aborda el tema en La sucesión presidencial (mayo de 1975). Ahí hace un detallado recuento de cómo fue el proceso para elegir sucesor desde 1940, donde la etapa más interesante era la más secreta, conocida popularmente, como el tapadismo, porque ningún aspirante presidencial (en el fondo todos los políticos lo eran) debía hacer públicas sus aspiraciones.

El candidato se decidía durante el quinto año de gobierno, pero eran los tiempos en que nadie podía expresar públicamente sus intenciones o preferencias, eran los tiempos en los que el líder de la CTM, Fidel Velázquez (quien por momentos parecía que iba a cumplir eso de ser líder eterno y no morir) señalaba que “quién se mueve, no sale en la foto”. Era común que hubiera expresiones como la del entonces gobernador de Querétaro señalando que “por la más elemental disciplina, yo pienso que ningún ciudadano, llámese campesino, estudiante, obrero o gobernador, puede mencionar el nombre de su candidato a la presidencia. Sin embargo, sí pueden pensar, ese campesino, es estudiante, ese obrero o gobernador, en quien puede o quien deba serlo y qué requisitos debe reunir”. ¡Imaginen la época! Menos mal que no prohibieron pensar.

También nos menciona Cosío Villegas que hasta esos años, solo dos presidentes jugaron con la idea de una prórroga o una reelección, Miguel Alemán y el hoy denostado Echeverría. Solo se plantean la reelección quienes gozan de popularidad y, por lo visto, Echeverría tenía mucha.

Para diciembre de 1975, Cosío Villegas publica La sucesión: descenlance y perspectivas, un fascinante libro escrito en un tono mordaz, donde da cuenta de cómo se dio “el corcholatazo” (por si creían que el término es nuevo), es decir, el destape del candidato. En ese libro habla de cómo fue el proceso de selección del candidato, pero, como no queriendo, Cosío Villegas deja en el aire una pregunta: ¿Cuál será el camino del futuro expresidente? Más cuando un miembro del gabinete señalaba que “sería injusto que un hombre con la capacidad, la preparación, el espíritu de servicio, el prestigio excepcional del presidente Echevarría, resolviera no seguir entregando a la comunidad (y aún al mundo) lo mucho que toda todavía podía crear”. Las lisonjas tampoco son nuevas.

Así pues, la muerte de Echeverría nos ha dado una magnífica oportunidad para volver a leer a Cosío Villegas y ver que lo que escribió hace unos 50 años atrás quedan perfecto para describir el mundo de las redes sociales:

“Pocos serán los mexicanos más o menos ‘leidos y escribidos’ los que no tengan opiniones definidas sobre la política y los políticos de su país. Deberían, sin embargo, llamarse ‘impresiones’ y no opiniones, pues son marcadamente subjetivas es decir, hijas del temperamento de quien las emite, o, cuando mucho, de su visión personal y círculo de sus relaciones inmediatas… Rara vez esas ‘opiniones’ son hijas del estudio o siquiera de una reflexión cautelosa que rehuye la generalización extremosa que divide el mundo en una zona de negro azabache y otra de un blanco angelical”.

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