La razón, el ruido y el sesgo

Tabula Rasa

(LeMexico) – Recordemos las primeras escenas de la que es considerada como la mejor película de ciencia ficción de todos los tiempos: Odisea 2001, dirigida por Stanley Kubrick y que fuera estrenada en el lejano 1968. En ellas podemos ver a un grupo de primates, ancestros del actual ser humano, que pelean entre ellos disputando un charco de agua.

Más allá de la aparición del mítico monolito (misma categoría en la que entra la computadora HAL 9000), todo cambia cuando uno de los primates descubre la fuerza que obtiene al utilizar un hueso como arma y con ella matar al líder del grupo rival. Todo bajo el embrujo de la música de Así habló Zaratustra de Richard Strauss. La siguiente escena hace la transición del hueso aventado al aire con estaciones espaciales al ritmo de El Danubio Azul de Johann Strauss.

De esta forma, utilizando solo imágenes, Kubrick nos muestra el paso del humano primitivo al que es capaz de construir bases espaciales y crear inteligencia artificial. Esto nos habla sin lugar a dudas de la capacidad de la humanidad para transitar de utilizar lo que tienen a la mano como arma o herramienta hasta construir e ir más allá de los límites del planeta.

Si el ser humano es capaz de construir estaciones espaciales o de desarrollar la teoría de la relatividad y la física cuántica para explicar el universo, si va de lo micro a lo macro, si puede imaginar mundos, es básicamente porque el ser humano es racional, y así lo hemos asumido.

En su libro Racionalidad, Steven Pinker presenta una cita de Bertrand Russell (uno de esos monstruos de la historia que son a la vez científicos, matemáticos, filósofos y literatos) en donde señala que “el hombre es un ser racional. Eso es al menos lo que nos han contado. En el transcurso de mi larga vida he buscado diligentemente pruebas en favor de esta afirmación, pero hasta ahora no he tenido la fortuna de toparme con ellas”. Uno se preguntaría si acaso no son suficiente prueba los avances científicos. La respuesta al parecer es no.

Siguiendo con Pinker, racional “es la capacidad de utilizar el conocimiento para alcanzar objetivos” entendiendo al conocimiento como una “creencia verdadera y justificada”. Como se puede desprender, no hay manera sencilla de definir lo que es verdadero (y aparte pedimos también que sea objetivo). Por lo tanto, “La racionalidad perfecta y la verdad objetiva son aspiraciones que ningún mortal puede afirmar jamás haber alcanzado” y, por ende, estamos condenados a tomar decisiones irracionales (para efectos prácticos, las entenderemos simplemente como aquellas con ausencia de racionalidad).

Como ya lo he mencionado en otras ocasiones, la cantidad de malas decisiones que tomamos en la vida diaria, si lo reflexionamos, es más alta de lo que usualmente creemos. Comprar la blusa extra, comer la rebanada de pizza adicional y tomarse “la caminera” son ejemplos de decisiones irracionales (bueno, no tanto en el caso de “la caminera”), y contra esto no hay más remedio que el tomarnos una pausa antes de tomar una decisión, algo así como poner en práctica lo que mostraban esos comerciales en los años 70 y 80 de “cuenta hasta diez” antes de hacer o decir algo cuando se está enojado.

Sin embargo, el asunto de las decisiones racionales cobra otro sentido cuando se trata de aspectos de la vida pública en una sociedad. ¿Podemos tomar decisiones irracionales de manera colectiva? Sin duda alguna eso es posible, y, si no, pregúntele a los alemanes acerca de haber elegido a Hitler como Canciller.

Por fortuna, no todas las decisiones son tan catastróficas para el mundo, aunque hay algunas otras que decisiones que se toman, aparentemente de manera racional, pero que repercuten en la vida de terceras personas. Esto es, en nuestra vida diaria nos enfrentamos a situaciones donde hay que tomar alguna decisión. No solo desde elegir el color de camisa, sino algo más complejo y que de alguna manera afecta a terceros, como es el caso de los médicos al formular un diagnóstico o los jueces al emitir una sentencia.

El problema es que esas decisiones tampoco son enteramente racionales porque se ven influenciadas por dos situaciones que pueden conducir al error: el ruido y el sesgo. Quien aborda este tema es el científico social que quizá más ha investigado acerca del comportamientos humano en los últimos años, David Kahneman, quien junto con Olivier Sibony y Cass R. Sunstein ha publicado recientemente el libro Ruido: un fallo en el juicio humano, donde se enfoca en analizar las condiciones que hacen que los decisiones sean divergentes en condiciones de relativa homogeneidad. O como como lo señalan, “nuestro tema es el error humano“. El sesgo y el ruido (desviación sistemática y dispersión aleatoria) son componentes diferentes del error.

En El poder y la enfermedad. Enfermedades de jefes de Estado y de Gobierno en los últimos 100 años, David Owen nos describe cómo el estado de salud de los mandatarios ha sido, por un lado, un secreto de Estado y, por el otro, la manera en que las dolencias y los medicamentos con las que vivieron pudieron haber influído en sus decisiones, citando como ejemplos el estado de salud de John Kennedy durante la crisis de los misiles, o la del Primer Ministro inglés Anthony Eden durante la crisis del Canal de Suez. Estamos ante un tipo de sesgo.

Otro caso de sesgo ocurre en la academia, que fue lo que me sucedió cuando se juntó calificar los trabajos de los alumnos con un estado de ánimo que no era precisamente alegre. Cuando empecé a notar que las calificaciones eran bajas en todos los trabajos, de manera intuitiva consideré que quizá estuviera influyendo mi estado de ánimo. Al hacer una pausa y volverlos a revisar días después, me percaté de que, efectivamente, estaba calificando con un sesgo negativo. Obviamente lo comenté con los alumnos y rectifiqué sus calificaciones.

En otra ocasión sucedió justamente al revés, como andaba de buen humor, los trabajos revisados no bajaban de nueve o diez. Con el antecedente, hice lo mismo, me detuve y califique en otra ocasión con un estado de ánimo neutro, y las calificaciones ya no fueron tan altas, para el descontento de mis alumnos.

Los autores de Ruido ya no se enfocan en las decisiones en lo individual, sino en los juicios que emitimos, entendiendo el juicio como “una forma de medición en el que el instrumento es la mente humana”. Habrá especialistas en economía que digan que la inflación seguirá creciendo, así como algunos analistas de futbol señalen que el América será campeón. Evidentemente, estos tipos de juicios son enteramente personales.

Mientras que el sesgo son errores de las personas en lo individual, el ruido es el error repetido que cometen las personas en lo colectivo y de forma aleatoria. Por ejemplo, en el caso de los seguros, un mismo accidente puede ser evaluado de diferentes formas; o como en los casos médicos y abogados (tal y como lo vemos en las series), si ante enfermadades similares un médico receta distintos tratamientos o un juez emite sentencias diferenciadas, es en el total de las decisiones, en donde se puede percibir que existe un ruido que altera la racionalidad de la decisión. Es decir, ante situaciones análogas no deberían existir juicios divergentes.

Las diferencias son producidas por el ruido, tal y como lo señalan los autores. Lo peor es que, a diferencia de los sesgos en los juicios personales que uno pudiera darse cuenta, el ruido está presente sin que se tenga conciencia de él, ya que “el ruido, por definición, es un fenómeno estadístico”. Es decir, son la suma de decisiones erróneas que no se pueden detectar de manera individual.

Para reducir el ruido en la toma de decisiones, los autores proponen una “higiene de decisiones”, como, por ejemplo, el uso de reglas mecánicas o parámetros preestablecidos que nos permitan tomar decisiones más pulcras y libres de ruido. En otras palabras, que exista una especie de check list donde se puedan ir evaluando los pasos a seguir y reducir la variabilidad de juicios a casi cero. Si eliminamos el ruido, muchos procesos administrativos del quehacer público dejarían de estar, en el mejor de los casos, en la incertidumbre y con esto se evitaría la discrecionalidad y los espacios para conductas francamente corruptas.

Evidentemente, no se trata de homologar el pensamiento ni que todos emitan el mismo juicio en todo. Sería un absurdo tan solo imaginar que los juicios estéticos sean uniformes, porque, como dice Juan Manuel Serrat en una canción “en cuestión de gustos no puede ni debe haber disputa”. La divergencia en los juicios de valor siempre es bienvenida, y por supuesto que es el motor para la confrontación de ideas y posturas que a su vez son la base de las trasformaciones.

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