¿Por qué la máscara del Médico de la Peste era puntiaguda?

Hoy por hoy, el COVID-19 es la enfermedad más temida, misma que nos ha llevado a normalizar el uso del cubrebocas para frecuentar lugares concurridos y, eso sí, en casos de extrema necesidad, así sea el color de semáforo que sea.

Con esto, fue casi automático ver a personas que salían a las calles al más puro estilo del médico de la peste. Esta fue una figura muy popular durante la ya conocida Peste Bubónica que azotó a Europa durante el siglo XIV, con esa peculiar máscara puntiaguda que nos lleva a creer que se trata de un ave del mal agüero. ¿Ave? No. ¿Mal agüero? Es posible que sí.

Durante la época de la peste, ocurrieron cosas muy semejantes a las que nos invaden actualmente: insuficiencia de alimentos, servicios, altas tasas de contagios y el problema de enfrentar algo que, prácticamente, no tenía cura.

De ahí que surgiera la figura de este peculiar médico, que más que curar, realizaba una suerte de cuidado paliativo.

En primer lugar, estos no eran médicos en sí mismos. Contrario a lo que se piensa, podían ser personas de que iban a pie (algunos habrían sido vendedores o comerciantes antes de doctores ), médicos que por alguna razón no habían podido establecerse como tal o jóvenes médicos en formación que trataban de abrirse un camino en ese oficio, de ahí que se les conociera como empíricos . Todos ellos coexistían con el médico general de la localidad, pues al médico de la peste se le consideraba más como un doctor de segunda.

Para no contagiar a la gente, se le aislaba a las afueras del pueblo y vivían, de alguna forma, como marginados. Su peculiar vestimenta ominosa se le atribuye frecuentemente a Charles de Lorme, un doctor que atendió a diferentes realezas europeas, entre ellos a Luis XIII y a Gastón de Orleans.

El galeno esbozó en 1603 un vestuario que tenía una especie de abrigo con cubierta de cera, pantalones de montar, camisa fajada, sombrero y guantes de piel. En la cabeza, portaban unos goggles y una máscara con nariz de medio pico de largo (sic), llena de perfume y hierbas. Además, portaban una varita con la cual, a sana distancia, analizaban a los enfermos y se mantenían alejados de las bubas.

Aunque hoy en día nos pareciera descabellado que un doctor no se contagie con solo oler hierbas y esencias, cabe señalar que en la antigüedad, mucho antes de las teorías microbianas de la enfermedad, era común pensar que todos los males se contagiaban a través de miasmas envenenados que viajaban por el aire y que causaban un desequilibrio de humores en las personas que se contagiaban. Así, se creía que al colocar plantas y aromas en el pico de aquella singular máscara, los médicos se encontraban protegidos. La mezcla que se colocaba se denominaba triaca, un compuesto de más de 55 hierbas y componentes tales como canela, mirra, miel y carne de víbora.

Al igual que la figura actual del profesional de la salud, el médico de la peste debía sanar tanto a ricos como a pobres, pues el pueblo en general era el que pagaba su salario. Aun así, había vivales que cobraban un precio muy elevado por colocar sanguijuelas para equilibrar los humores y, en caso necesario, ayudar al bien morir del enfermo en fase terminal.

Hasta el día de hoy, su imagen sigue siendo enigmática y fascinante, tanto que se ha vuelto un personaje específico en el carnaval, Il dottore della Peste. Así, es uno que siempre nos recuerda, como toda la iconografía mortuoria de la época, lo fugaz que es la vida y de cómo la historia en ocasiones se repite a sí misma.

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