Enrique Serna gana el premio Xavier Villaurrutia 2019

Enrique Serna fue galardonado con el premio Xavier Villaurrutia por su novela “El vendedor del silencio” publicada por el sello editorial Alfaguara.

Con un jurado, reunido en videoconferencia, conformado por Marianne Toussaint, Felipe Garrido, Vicente Quirarte, la Secretaría de Cultura y el Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura (INBAL), a través de la Coordinación Nacional de Literatura y la Sociedad Alfonsina Internacional anunciaron el día de ayer que el ganador del premio Xavier Villaurrutia 2019 de escritores para escritores es para el narrador y ensayista capitalino, Enrique Serna, por su novela El vendedor de silencio.

El fallo fue otorgado por unanimidad. En el acta de deliberación, se asienta que como ha hecho en novelas anteriores. “El autor ha escrito una obra en la que la ficción alterna con la historia: en este caso el asunto histórico corresponde a tiempos próximos al nuestro, transformados en su novela en materia ligera gracias al brillo de su discurso, la verosimilitud de personajes y situaciones, la velocidad de su prosa y su empeño en no dejar nada al azar, en atar todos los cabos. Serna obliga al lector acompañarlo en cada una de las acciones y vivirlas con él”, se lee el dictamen que otorga el galardón al escritor capitalino.

Además, señala que las aventuras y desventuras del personaje central del vendedor de silencio están escritas con compasión y sabiduría. Por ende, esta novela picaresca es una importante aportación a la historia y la literatura contemporánea de México. Salidas de la pluma de un autor caracterizado por su implacable ironía y su valiente voluntad de estilística, virtudes que lo convierten en uno de los narradores imprescindibles de nuestro tiempo.

Como muestra, en LeMexico tenemos un fragmento de la novela galardonada:

“Una mañana fría, embadurnada de gris, Carlos Denegri llegó a trabajar con la voluntad reblandecida por una desazón de origen oscuro. La mala vida le pasaba factura, ¿o ese malestar indefinido tenía quizás otra causa, la soledad, por ejemplo? Por la ventana del auto, un Galaxie verde botella con vidrios polarizados, aspiró con melancolía el olor a tierra mojada del Parque Esparza Oteo, anegado por las lluvias de agosto, que en circunstancias normales hubiera debido reconfortarlo. Esta vez no fue así: la bocanada de oxígeno agravó su languidez. Eloy, un guarura con cuello de toro, ágil a pesar de su corpulencia, giró la cabeza como un periscopio y al comprobar que no había peligro en la calle le abrió la puerta trasera del carro. Lo había disfrazado de fotógrafo, con el estuche de una cámara Nokia colgado del hombro, para camuflar la escuadra 38 súper. Así llamaba menos la atención en los lugares públicos. Los alardes de poder estaban bien para los políticos y los magnates, no para un periodista que frente a ellos debía aparentar humildad.

—Le llevas el cheque a mi madre, luego te vas a pagar la luz y regresas antes de mediodía —ordenó a Bertoldo, su chofer, un joven circunspecto de ojos saltones, con una rala piocha de sacerdote mexica—. Ah, y de una vez échale gasolina.

Como el aguacero de la noche anterior había encharcado la banqueta, tuvo que dar un rodeo para llegar a la puerta del edificio con los zapatos secos. En el elevador se recetó una sobredosis de trabajo para vencer la flojedad del ánimo que arrastraba desde su regreso de Europa, dos semanas atrás. ¿Lo afectó la altura, la fealdad de México, una repentina falta de fe en sí mismo? Ojalá lo supiera. A sus 57 años, entre el otoño y el invierno de la vida, esa falta de entusiasmo quizá fuera simplemente un achaque de la vejez. Pero no debía caer en la introspección mórbida. Lo mejor en esos casos era levantar una barricada de indiferencia, sin pensar demasiado en sí mismo. Salió del elevador con un paso enérgico y saltarín, el paso del superhombre que le hubiera gustado ser, y dio los buenos días a Evelia, su secretaria, una coqueta profesional que hacía denodados esfuerzos por conquistarlo. No le sentaba mal el atrevido escote que llevaba esa mañana y sin embargo resistió estoicamente la tentación de mirarle las tetas. Estaba buena pero era inculta y vulgar, una peladita empeñosa con ideales de superación personal. Si cometiera el error de cogérsela, aunque sólo fuera una vez, trataría de iniciar un romance en regla y tendría que pararla en seco. Resultado: un ambiente de trabajo tenso, con fricciones y rencores a flor de piel. Ni pensarlo, demasiados líos por diez minutos de placer”.

(El vendedor de silencio, Alfaguara, 2019)

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