Las máscaras de la seguridad

Como queriendo pasar desapercibido entre las noticias donde se anticipaban los días de mayor número de contagios y defunciones por el COVID-19, el reporte del IMSS sobre pérdida de empleos durante abril (555,247 empleos formales perdidos) y el anuncio de las acciones para regresar a las actividades públicas, se publicó el lunes el Acuerdo por el que se dispone de Fuerza Armada permanente para llevar a cabo tareas de seguridad pública de manera extraordinaria, regulada, fiscalizada, subordinada y complementaria. Si bien no es nuevo lo que se plantea (ya se había establecido el uso de la Fuerzas Armadas hasta 2024 en materia de seguridad pública), lo curioso es que lo hayan realizado estos días sin que hubiera, aparentemente, una urgencia. Da la impresión de que se trató de que el Acuerdo no llamara la atención en el ambiente de crisis que padecemos.

Si bien es cierto que México parece pasar de una crisis a otra, como la que estamos viviendo en materia de salud y de economía, problemas que aparecieron de manera inesperada y nos llegaron de fuera, tenemos que, por el contrario, la crisis de la seguridad pública no es nueva. De acuerdo con el Diccionario de Política (Bobbio, Mateucci y Pasquino), las crisis se distinguen por su carácter instantáneo e impredecible, así como por su duración a menudo limitada. Por lo tanto, ni siquiera deberíamos llamarla crisis de seguridad, porque lo que vivimos es un estado permanente de inseguridad que se agrava año tras año sin que el país encuentre la ruta institucional para dar respuesta. Y esa ruta pasa necesariamente por la construcción de policías.

En 1998 se decía que estábamos ante una crisis sin precedente en materia de seguridad, tan es así que se emprendió la Cruzada Nacional contra el Crimen y la Delincuencia y un año después se creó la Policía Federal Preventiva para realizar labores de protección a las personas, prevenir delitos y preservar las libertades. La conformación de esta nueva policía se hizo con la suma de elementos existentes de la Policía Federal de Caminos y, sorpresa, con elementos de la policía militar. Es decir, la fórmula de hoy no es nueva, se toman los elementos de una policía existente, se le suman los de policía militar y se tienen una nueva corporación, vaya, simplificando al exceso, es como cambiar una máscara por otra. Así, la Policía Federal Preventiva (PFP) iniciaría sus funciones con 12,406 elementos, pero bajo un mando civil.

El gobierno del presidente Fox no consideraba como prioridad el tema de la seguridad ni a la PFP, por lo que, en 2001, los elementos de esta corporación habían bajado a 10,211. Aunque hubo una recuperación y el sexenio terminaría casi con los mismos elementos que el año 2000, 12,907, es con el gobierno del presidente Calderón que se da el brinco en cuanto a importancia tanto del tema de seguridad transformando la corporación policial al darle mayores atribuciones para pasar de preventiva a asumir funciones de investigación. Así, la ahora Policía Federal fue reclutando elementos para terminar el sexenio con 36,940 policías, es decir, tres veces más de como se había iniciado el sexenio.

Como la situación de seguridad no mejoraba en el país, se le hizo fácil al entonces candidato Peña Nieto proponer una nueva corporación policial en vez de mejorar lo ya existente, planteó que lo mejor para el país era crear una Gendarmería Nacional. Claro que una vez en la presidencia se dio cuenta de lo difícil que sería llevar a cabo su propuesta, ¿sustituiría a la Policía Federal? ¿Sería una corporación federal adicional? La salida a la ocurrencia fue crear con bombo y platillo a la Gendarmería, ubicándola de manera más modesta al planteamiento inicial, como la séptima división de la Policía Federal. Estrictamente, fuegos de artificio para anunciar una nueva máscara, porque la Gendarmería se integró con 5 mil elementos provenientes de la propia Policía Federal. Así, para el final del sexenio, el país contaba con 37,331 policías federales (este y todos los datos anteriores provenientes de los distintos informes de gobierno). Con tumbos, pero se había conformado una policía civil, aunque los resultados siguieran siendo los mismos.

Sin embargo, a la par de esta consolidación de la Policía Federal, el gobierno de Calderón decide enfrentar a la delincuencia organizada con el apoyo del ejército en primera instancia y luego con el de los marinos. Por primera vez, las fuerzas armadas se veían en labores permanentes de seguridad pública, sustituyendo en muchas ocasiones a las policías locales. Lo que era una situación extraordinaria se convirtió en cotidiana. Está dinámica continuó durante el siguiente gobierno, donde un repunte de los índices delictivos volvió a activar la demanda de seguridad, y como era de esperarse, a ser parte central de las campañas electorales de 2018.

El entonces candidato López Obrador propuso la desaparición de la Policía Federal, acusándola de corrupta y de no servir para nada, evidentemente como es su costumbre contra todo lo que no le gusta, lo hace sin aportar ninguna prueba o estudio que avalara sus palabras y sin iniciar algún proceso legal una vez asumida la presidencia. En su lugar, se crearía la Guardia Nacional. Pero viene la vuelta de tuerca, el candidato López Obrador prometía sacar al ejército de las calles para regresarlo a los cuarteles, mientras que el presidente, en uno de los contados cambios de opinión que haya tenido en su vida pública, ante la realidad, asume que no es posible su propuesta de combatir la inseguridad sin los miembros de las fuerzas armadas. Pero, ¿cómo compaginar la promesa con la realidad? Pues creando la Guardia Nacional.

Ante las prisas por crear un nuevo cuerpo policial y desaparecer la Policía Federal, la nueva institución fue surgiendo en medio de confusiones, y si bien no se puede decir que todos los elementos de la PF eran incólumes, también es cierto que hubo muchos avances y esfuerzos de profesionalización y equipamiento que simplemente se dejaron a la deriva. Al igual que otros muchos programas del gobierno federal, se destruía lo existente sin ninguna clase de valoración sobre lo que valía la pena conservar y lo que no. Se hizo todo aquello que Jean Tirole, premio Nobel de Economía, en La economía del bien común señala que no se debe hacer, “recortes uniformes, poco deseables, pues afectan tanto a lo que es indispensable como a lo que lo es menos, a lo que funciona como a lo que no funciona”.

La Guardia Nacional es la versión 2.0 de la creación de la Policía Federal Preventiva: en esta nueva máscara se utilizan los elementos existentes (18 mil Policías Federales, la mitad del total existentes en 2018) y se les suma los policías militares que ya venían actuando en labores de seguridad pública (35 mil del ejército y 18 mil de la marina). Lo que impulsó la oposición y algunos personas y organizaciones de la sociedad en las reformas a la Constitución fue que la Guardia Civil tuviera un carácter civil y quedara adscrita a la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana. En el decreto de las reformas constitucionales ya se establecía que el presidente podría usar durante su sexenio a la Fuerza Armada permanente, así que lo publicado esta semana no es ninguna sorpresa en cuanto a su contenido.

Es evidente que la apuesta del presidente para mejorar las condiciones de seguridad pública se basa en la consolidación de las funciones de la Guardia Nacional y del crecimiento de los elementos que la conforman. En agosto de 2019 se informaba que había 50 mil elementos de la Guardia Nacional ya desplegados suma sin duda récord en cuanto a registro, pero inferior a los 147 mil elementos desplegados permanentemente del ejército y de la marina. Para febrero de este año ya se hablaba de 75 mil y hasta 80 mil integrantes de la Guardia Nacional, aunque sin precisar si seguimos en un juego de suma cero, donde sumamos aquí, pero restamos allá.

El mayor impedimento para resolver el problema de la inseguridad es en estos momentos, paradójicamente, la Guardia Nacional. Y no es por su funcionamiento, sino por las expectativas que se le han depositado, como esperando que tal cual Heracles (o Hércules para los romanos) limpiando los asquerosos establos del rey Augias, el problema se resuelva en un solo día. Idea errónea, por cierto, que han comprado los gobiernos locales.

La consecuencia de lo anterior es que no existen incentivos para fortalecer y profesionalizar a las policías estatales y municipales. Para ilustrar de mejor manera nuestras carencias, un reciente estudio del SESNSP (¿Quién es quién? Seguridad pública local, diciembre 2019) señala que el estándar internacional es de 2.8 policías por cada mil habitantes. El reporte señala que la entidad con mejor porcentaje es la Ciudad de México con 1.6, pero lo dramático es que la entidad con el segundo mejor porcentaje es Yucatán con -1.2 policías por cada mil, y así nos seguimos hasta las entidades con el peor promedio que son Baja California y Sonora con -2.6. Solamente una entidad tiene número positivos.

Las policías locales son quienes tienen el contacto y el conocimiento sobre lo que pasa en las calles y colonias. Si el gobierno federal insiste en su discurso de que la Guardia Nacional es la respuesta, es de esperarse que los gobiernos locales se aprovechen y en vez de tener mejores policías acudan a pedir ayuda de la federación y así trasladen los costos de operación. En vez de invertir recursos para crear policías eficaces, mejor esperar que la federación resuelva el problema. Así, mientras observan este juego de máscaras, los gobernadores y presidentes municipales esperan tranquilos que la Guardia Nacional resuelva este estado permanente de inseguridad y, en el peor de los casos, descargar en ella las culpas, sin entender que el fracaso de unos es el fracaso de todos.

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