Deshacerse del neoliberalismo

Podemos señalar que fue 1991 el año que marcó el despegue del predominio de eso que se llama de manera general: neoliberalismo. Dos acontecimientos marcaron ese año: primero fue la Guerra del Golfo, donde Estados Unidos de América (EUA) encabezó una coalición de países para apoyar a Kuwait que había sido invadido por Irak. El otro gran acontecimiento, el cual por cierto es narrado de manera magistral por Serhi Plokhy en su libro El último imperio, fue la disolución de la Unión Soviética. “En el último año, el mundo ha sufrido cambios casi bíblicos en su magnitud” señalaba eufórico el presidente George Bush en su tercer discurso sobre el estado de la Unión. Ganador de dos guerras en un solo año, sin enemigo al frente, entrabamos a la era de un nuevo orden mundial encabezado por EU, donde el gran enemigo soviético había desaparecido y con él, la alternativa a otro tipo de régimen y de economía.

El triunfalismo desbordante ya lo había anticipado un par de años atrás Francis Fukuyama en su multicitado artículo ¿el fin de la historia?, donde pronosticaba “la inquebrantable victoria del liberalismo político y económico”. De tal forma que la década de los 90 vio cómo el liberalismo político se asoció con la promesa democrática y el liberalismo económico se unió al capitalismo en forma de neoliberalismo. Así, sin oposición ideológica, en un ambiente optimista, se gestaba un nuevo orden económico. Parecía asomarse un mejor mundo.

El neoliberalismo no era nada nuevo, ya tenía por lo menos diez años funcionando en diferentes países. Su aparición no fue gratuita ni apareció por obra de un mal espíritu. Básicamente, se fue instalando como reacción a las desastrosas políticas económicas de los años 70. Estados Unidos y Gran Bretaña fueron los principales promotores de las políticas que revertían al viejo estado de bienestar por uno de responsabilidad fiscal. México y gran parte de América Latina, con sus economías quebradas, no les quedó más remedio que seguir las llamadas políticas de ajuste con el fin de darle viabilidad económica a sus países.

Las medidas que hoy conocemos como neoliberalismo no eran más que una serie de acciones generales tendientes a liberar la economía de controles estatales. En 1989 se publicó una serie de medidas económicas conocida como el Consenso de Washington, avalado por el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y el Departamento del Tesoro de los EUA, las cuales consistían, es bueno recordarlas, en un equilibrio presupuestal para no gastar más de lo que se ingresa sin necesidad de adquirir deuda, reducción del aparato público mediante políticas de austeridad, liberar las tasas de interés y tipos de cambio al libre mercado, ampliación de la base tributaria, privatización de las empresas del gobierno, y liberación y desregulación del comercio exterior. Estas medidas impulsaban que el mercado, no el Estado, hicieran crecer a la economía, y a partir del crecimiento desde arriba el dinero llegara a los sectores de abajo. Esta premisa por supuesto que no funcionó.

Michael Douglas ganaría en 1988 el Oscar a mejor actor por su papel en la película El poder y la avaricia (Wall Street) donde interpreta a un financiero cuyo lema era, la codicia es buena. Al final de la cinta esta codicia (spolier) lo llevaría a la cárcel. En 2010 se filmaría una segunda parte de dicha película llamada Wall Street, el dinero nunca duerme, donde el personaje de Douglas, tras pasar 10 años en prisión, regresa al mundo de las finanzas diciendo que se sorprendía que la codicia no solo seguía siendo buena, sino que además ya era legal. Esta legalización de la codicia es el mejor reflejo de lo que se convirtió el neoliberalismo.

Al verse sin oposición, el capitalismo neoliberal exigía más y más desregulaciones para poder mantener el crecimiento económico, quería actuar libre de ataduras. El estado y la democracia eran un freno tradicional a sus ambiciones, por lo que había que reformar al estado y de paso, apropiarse de la democracia. No sorprende ver a la distancia cómo los políticos se sumaron a la codicia neoliberal. La democracia se convirtió en un mercado electoral donde triunfaría el que mayores recursos de campaña dispusiera, de quien mejor imagen vendiera. Y una vez en el poder, se aprovechaban del crecimiento económico para impulsar sus agendas y proyectos sin cuestionar lo frágil o endeble que fuera ese dinero. El poder político se empezó a concentrar en unos pocos y el poder económico en todavía menos. Así, el siguiente paso en el neoliberalismo fue transitar a la desregulación financiera. La economía crecería no por causa de una mayor productividad o mayores infraestructuras, sino por una ingeniería financiera que haría crecer al dinero sin generar mayor riqueza.

De acuerdo con datos del Banco Mundial el crecimiento económico global pasó de 22,617 billones de dólares (BdD) en 1990 a 66,051 BdD en 2010. Para 2018 la cantidad había ascendido a 85,911 BdD.  Si a estos datos le agregamos que la pobreza en el mundo (vivir con menos de 1.90 dólares al día se acuerdo al propio Banco Mundial) había pasado de 36% de la población en 1990 al 10% en 2015, parecería que el neoliberalismo estaba funcionado, sin embargo el Producto Interno Bruto (PIB) per cápita global no tuvo este crecimiento espectacular. En 1990 el porcentaje anual de crecimiento fue de 1.15%, y para 2010 el crecimiento ascendió a un 3.05%, nada del otro mundo considerando el crecimiento de la economía, pero aceptable. El problema es que para 2018, el crecimiento del PIB se redujo a un 1.90%. Por si fuera poco, este crecimiento se concentraba en un sector más reducido llevando a un mundo con mayor desigualdad.

Tomas Piketty en su libro de reciente aparición Capital e Ideología señala que en 1980 el 10% más rico del mundo generaba el 25-35% del ingreso total, pero que para 2018 ese mismo sector de la población se quedaba con el 35-55% de la riqueza, una total concentración. O como lo señala el Nóbel de Economía Joseph Stigliz en una obra que también se acaba de publicar, Capitalismo Progresista, la fortuna conjunta de Jeff Benzos, Bill Gates y Warren Buffett equivale a la mitad de lo que posee la base de la población de Estados Unidos. Se ha generado mayor dinero, pero está concentrado en menos manos. Platón, en su Estado ideal, señalaba que la diferencia entre quien más gana y quien menos, no podría ser superior a 4. Estamos muy lejos del ideal platónico.

Ya no funciona desde hace mucho la promesa del neoliberalismo. La crisis financiera derivada de la crisis hipotecaria de 2008 prendió las alertas de un mal funcionamiento. Parafraseando al personaje cinematográfico de Michael Douglas, la codicia legalizada estaba dañando al sistema. Los rescates al sistema bancario y financiero global (como sucedió en México durante 1995, con sus diferencias) evitaron una mayor crisis, pero los beneficiados fueron los banqueros y los multimillonarios quienes mantuvieron sus propiedades y ganancias intactas, mientras que quienes perdieron fueron los trabajadores y la clase media quienes perdieron hasta sus casas.

Mientras tratamos de salir de la confusión conceptual de acusar al neoliberalismo de generar conductas egoístas y ser poco dado a buscar el bien común, a la par que demandamos a la democracia por no generar el desarrollo económico, el fin de una era se nos viene encima. El Estado se contrajo, el sector medio se hizo más pobre y el dinero no llegó a mejorar los servicios de salud o educación pública ni mucho menos a obtener mejores salarios. El nivel de vida fue empeorando, a la par de tener una crecimiento mediocre e insuficiente. Los tres síntomas que presenta el fin del neoliberalismo son, coincidiendo con Wolfgang Streeck en ¿Cómo terminará el capitalismo?, el persistente declive del crecimiento económico; el aumento constante de la deuda que financió los gastos excesivos de gobiernos, empresas y familias; y el aumento de la desigualdad.

Resultará paradójico que el neoliberalismo, proclamado gran triunfador del fin de la guerra fría, vaya a caer víctima de su propia codicia, víctima de su egoísmo, sin algún tipo de presión externa, ni por la aparición de alguna otra doctrina económica que prometa un crecimiento sin fin. La tragedia del neoliberalismo es que, como el mito de Narciso, morirá adorando su reflejo. Dado el consenso existente entre políticos, economistas y la sociedad en general, deshacerse del neoliberalismo será la parte más fácil, pero como bien pregunta Paul Mason en Postcapitalismo, hacia un nuevo futuro, ¿y después qué? Me temo que todavía no tenemos una respuesta.

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