Lecciones desde El Salvador

Tabula Rasa

(LeMexico) – Si mencionamos a un presidente que había pertenecido a un partido de izquierda que lo había llevado a gobernar la capital del país, para posteriormente ser postulado por otro partido y, con un consistente discurso de combatir la corrupción, ganar las elecciones presidenciales con el 53% de los votantes derrotando a los tradicionales partidos políticos que habían gobernado durante 30 años, hablamos por supuesto de Nayib Bukele, el presidente de El Salvador.

Antes de hablar de Bukele hay que entender lo qua ha pasado en ese país. Durante la década de los 80’s se vivieron épocas de grandes turbulencias políticas y la presencia de una creciente violencia entre los grupos guerrilleros por un lado y fuerzas paramilitares por el otro, siendo uno de los momentos más tristemente emblemáticos el asesinato del Arzobispo Oscar Arnulfo Romero al momento de estar oficiando una misa. Las posturas de Monseñor Romero eran a favor de los pobres y los derechos humanos y en contra de la represión del gobierno. Existe una película de finales de los 80 llamada Romero, donde se narra la vida, entorno y asesinato de Romero, interpretado por Raúl Juliá.

Esa década fue transcurriendo entre las fuerzas guerrilleras agrupadas en torno al Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (nombre en honor al asesinado líder comunista en los años 30 Agustín Farabundo Martí y no como algunos erróneamente algunos lo asignan por el poeta y libertador cubano José Martí) y las fuerzas militares del gobierno. Los primeros apoyados por los gobiernos de Nicaragua y Cuba, los segundos con apoyo de los Estados Unidos. Se vivió en condiciones de guerra civil, “un decenio de lucha sangrienta no había conseguido reducir la actividad política, pero la práctica de la política había demostrado igualmente su incapacidad para poner fin a la guerra” nos dice James Dunkerley en el libro coordinado por Leslie Bethell, Historia de América Latina. América Central desde 1930, un decenio que arrojó aproximadamente 75 mil personas muertas directamente por los conflictos.

En 1992, en el Alcázar del Castillo de Chapultepec en México, se firman los Acuerdos de Paz entre el Gobierno de El Salvador y el Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN) donde se establecen los arreglos institucionales, como el nuevo rol de las fuerzas armadas y policiales, así como las condiciones y reglas en las que se llevaría a cabo una normalidad democrática. La firma de los Acuerdos de Paz dio fin a la guerra civil y abrió el paso a una nueva era donde lo que prevaleció fue la lucha electoral.

A partir de 1992 y hasta 2018 las elecciones se celebraron de forma ininterrumpida y el escenario nacional estuvo dominado por dos fuerzas, el derechista Alianza Republicana Nacionalista (Arena) y el FMLN reconvertido en partido político de izquierda. Hay que precisar que en El Salvador, los presidentes duran en su cargo 5 años sin posibilidad de reelección inmediata. 

En 2009, el país experimentó algo que era absolutamente imposible de pensar 20 años atrás, el que un candidato del FMLN, el antiguo movimiento guerrillero, fuera electo presidente del país. Sin embargo, la llegada del FMLN al poder no cambió las condiciones de vida para el pueblo salvadoreño, y si bien, al principio se sentía un aire de esperanza, al final de 10 años de gobiernos de izquierda las cosas seguían más o menos como cuando asumieron el poder, lidiando “con una economía mediocre, una base tributaria débil, el crimen organizado y las pandillas juveniles , que han convertido a El Salvador en el país más violento de América”, como lo apunta Michael Reid en El continente olvidado. Una historia de la nueva América Latina

Por si fuera poco, la vida política en El Salvador no pudo quitarse ese mal crónico de los gobiernos latinoamericanos, la corrupción. La lucha contra la corrupción, como suele suceder en el continente, no es solamente un slogan de campaña, sino que parte de una realidad. En el caso de el Salvador, un expresidente Antonio Saca fue sentenciado a 10 años de prisión, mientras que otros dos expresidentes, también se vieron acusados por delitos de malversación de fondos públicos. Igualmente, líderes de los partidos ARENA y FMLN, enfrentan acusaciones de fraude electoral por el pago de dinero a pandillas a cambio de votos.

En este entorno, llegan las elecciones presidenciales de 2019, donde Nayib Bukele, un joven candidato que ya había sido Alcalde de Cuscatlán y de la capital, San Salvador como miembro del FMLN, quién después de ser expulsado de su paritdo por entrar en constane conflicto con algunos de sus miembros, se postula a la presidencia del país por el partido Gran Alianza por la Unidad Nacional (Gana) y derrota con sorpresiva facilidad a los candidatos de los tradicionales Arena y FMLN en una primera ronda con el 53% de los votos.

Dos cosas caracterizaban a Bukele durante la campaña. Una de ellas, era un discurso enfocado en los jóvenes que no conocieron la guerra y el descontento social del electorado, haciendo uso de frases como “cero tolerancia a la corrupción”, “no más de lo mismo” y “que devuelvan lo robado”, remarcando el hecho de que era el candidato diferente a las fuerzas que habían gobernado y fracasado en 30 años. La otra característica era la imagen personal. Se presentaba usando una gorra de béisbol al revés, con jeans, chaqueta de cuero y una barba cuidadosamente recortada. Esa imagen y ese discurso llegó a todos a través de un uso permanente de las redes sociales, especialmente un uso constante de twitter.

La presidencia de Bukele ha tenido ciertas particularidades. Como buen millenial, al momento de pararse en la tribuna de la ONU lo primero que hizo fue tomarse una selfie y publicarla antes de empezar su discurso. Proclamó en twitter a una semana de su toma de poder que “Oficialmente soy el Presidente más cool del mundo, y en el sitio oficial de la presidencia se reporta que encuestas realizadas a nivel mundial por Mitofsky lo ponen como el mejor presidente del mundo con una aprobación del 84%.

La imagen, el discurso y la forma directa de gobernar mediante twitter de Bukele, donde lo mismo da instrucciones que despide funcionarios, le ha dado ese respaldo. Mas aun, se enfocó en dos de los principales problemas: la corrupción y la violencia. Para el primero, creó en coordinación con la Organización de Estados Americanos la Comisión Internacional contra la Impunidad (con pocos resultados reales) y para lo segundo ha llevado a cabo una política de mano dura, como por ejemplo cuando señala en un tuit del 26 de abril de 2020 que “El uso de la fuerza letal está autorizado para defensa propia o para la defensa de la vida de los salvadoreños”. Como resultado, El Salvador ha descendido su índice de homicidios y ya no es considerado como el país más violento del mundo y el presidente Bukele goza de un apoyo popular sin precedentes.

Sin embargo, también ha tenido acciones que han disparado las alarmas por una tendencia a comportamientos poco respetuosos de los procesos e instituciones que caracterizan a la democracia. Por ejemplo, es famosa la foto difundida por la propia presidencia, donde en plena pandemia, aparecen cientos de presos acusados de ser pandilleros esposados, rapados, semi desnudos, amontonados unos con otros, en un acto de evidente humillación que levantó quejas por ignorar los derechos humanos de los presos. Otro caso fue que ante la negativa del Congreso a aprobarle recursos adicionales para las fuerzas armadas y la policía, entró acompañado por militares al pleno del Congreso para insistir en la aprobación de los fondos, en un acto de evidente intimidación.

Pero no son las únicas acciones polémicas y preocupantes. Bukele como alcalde de El Salvador se consideraba como “víctima del sistema” y convocaba a marchas para protestar contra el Fiscal General de la República porque éste lo estaba investigando a partir de unas denuncias. Ya siendo presidente, y previo a las campañas de este año, acusaba al Tribunal Electoral de actuar en contra de su partido, Nuevas Ideas de reciente creación, con el fin de influir en las elecciones. En otras palabras, Bukele se ha enfrentado a los otros poderes constitucionales. Hasta con el pasado ha chocado al señalar que los Acuerdos por la Paz que dio fin a la guerra civil que asoló al país por más de 10 años y que sentaran las bases con las cuales Bukele pudo llegar a gobernar “fueron una farsa”.

Estas conductas que causan temor entre los círculos políticos, periodísticos y académicos, por su considerable tendencia hacia el autoritarismo, son pasadas por alto por la mayoría de la población. Tan es así que para las elecciones legislativas de 2021, los candidatos de su partido obtuvieron el 66% de los votos, lo cual le da la mayoría absoluta para hacer lo que quiera con la constitución sin tener que negociar con otras fuerzas políticas.

Los temores se volvieron realidad. No acababan de prestar juramento los nuevos legisladores durante la primera sesión del nuevo Congreso del pasado 1 de mayo, cuando aprobaron sin debate alguno (“sin cambiarle una coma” dicen en otro país) la destitución de los cinco magistrados de la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia, del fiscal general, y de los titulares de dos organismos independientes. Más lo que se acumulen en la semana, con el argumento, expresado en un tuit, de que “el pueblo no nos mandó a negociar. Se van todos”. 

La gran pregunta es: ¿por qué la gente vota por un autoritario en ciernes? Si prácticamente el único logro sensible es la disminución de la violencia. Tal vez si volteamos al Latinbarómetro 2018 entendemos un poco. En esa encuesta, sólo al 24% de los salvadoreños les importaba la democracia, mientras que el 54% contestaron que les daba lo mismo un gobierno democrático que una dictadura. Nunca es buena idea darle tanto poder a un solo hombre ni ponerlo por encima de los poderes constitucionales, y como lo canta el grupo Molotov, “si le das más poder al poder, más duro te van a venir a …”

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