La sociedad intercultural

Tabula Rasa

(LeMexico) – La evolución de nuestras sociedades amenaza con desbordar los marcos de entendimiento que por muchos años daban cimiento a la vida comunitaria. La pura reflexión sobre nuestros entornos inmediatos ha sido una de las tareas que a lo largo de la historia han abordado los filósofos y en años más recientes se han incorporado a esta tarea los sociólogos, antropólogos, historiadores entre otros. El objetivo sigue siendo el mismo, describir y entender a la sociedad, pero lo que hace algunos años era válido hoy ya no lo es

Un término que hoy se utiliza muy poco es el de cosmopolita. Giuseppe Ricuperati, en el Diccionario de Política coordinado por Norberto Bobbio, define al cosmopolitismo como “la doctrina que niega las divisiones territoriales y políticas (patria, nación, estado) afirmando el derecho del hombre, y en particular del intelectual, a definirse como ciudadano del mundo”. Ser cosmopolita se convirtió en una exquisitez intelectual que no pasó de buenos deseos y reducidos auditorios. Los Estados, las naciones y las culturas existen en lugares y espacios determinados y no se pueden borrar. No podemos imaginar como John Lennon que no existen países o religiones.  O eso creíamos.

Desde las primeras civilizaciones, lo que tenían en común era una homogeneidad en torno a una identidad. De esta forma, conceptos como raza, lengua, familia, costumbres sociales, religión, e incluso con el tiempo eso más etéreo que llamamos historia nacional se fueron incorporando como señas de identidad colectiva. Con el establecimiento de imperios basados en las conquistas militares, la tierra conquistada también tomó sentido de pertenencia. Guerra tras guerra imperios surgían y otros desaparecían, lo que daba paso a un lento proceso asimilatorio entre ganadores y perdedores.

Zygmunt Bauman, en su obra Comunidad. En busca de seguridad en un mundo hostil, señala que “desde la perspectiva del Estado nación, culturalmente unificado y homogéneo. las diferencias de idioma o de costumbres que se encontraban en el territorio bajo jurisdicción del Estado, no eran sino reliquias del pasado que aún no se habían extinguido del todo”. En este sentido, se entendía que el proceso civilizatorio poco a poco iba a incorporando a las lenguas, costumbres, tradiciones y hábitos de los grupos minoritarios para formar una gran nación. La idea de progreso era abandonar lo antiguo en pos de lo moderno, pero siempre en aras de ir formando una gran unidad. Era transformar los orígenes heterogéneos de las sociedades pero que se transformaban en culturas homogéneas.

La identidad se convirtió en un proceso de homogeneidad. Los habitantes de los Estados, salvo algunas excepciones como Suiza, tenían que hablar el mismo idioma, profesar la misma religión, compartir las mismas “buenas” costumbres y el gobierno en turno se encargaría de ayudarles a venerar a los mismos héroes patrios a través de la misma educación para todos. Es decir, no tenían cabida las diferencias y, aquellas personas que llegaban a manifestar algo distinto, eran rechazadas y excluidas de las comunidades tradicionales. 

Este mundo se fue desquebrajando en los años 90 con el desarrollo tecnológico y la revolución en las comunicaciones, que dieron sustento a la globalización. La ilusión de un mundo sin países y sin fronteras de alguna forma se materializó con la conformación de la Unión Europea, en la cual, a través de las políticas denominadas como espacio Schengen, las fronteras internas se borraban para los países miembros de la Unión.

Ulrich Beck hablaba en ¿Qué es la globalización? de que en la globalización se daba espacios sociales transnacionales los cuales “suprimen la vinculación de la sociedad a un lugar concreto (según la concepción nacional-estatal de la sociedad)… une dos cosas que parecen imposibles de unir, a saber, vivir y actuar a la vez aquí y allí”. Como ejemplo trazaba las comunidades africanas o afrodescendientes que vivían en occidente pero que a la vez tenían el sentido de pertenencia arraigado en las tierras que los vieron nacer. Mismo caso de los latinos y, en especial, de los mexicanos que viven en Estados Unidos. Aquí y allí al mismo tiempo.

A la par del proceso antes descrito, las constantes migraciones fueron dando paso a comunidades cada vez más grandes que se negaban a asimilarse a las prevalecientes en sus nuevos hogares. Se dejaba atrás la búsqueda de una identidad nacional para concentrarse en la mejor manera de gestionar la multiculturalidad.

La esencia de la multiculturalidad es reconocer dentro de un territorio la existencia de diferentes razas, lenguas, familias, costumbres sociales y religiones, que no quieren formar parte de una unidad nacional renunciando a sus culturas particulares. Reconocen al Estado como el garante de la seguridad y pagan puntualmente sus impuestos (o eso se suele decir), pero ya no buscan la identidad, sino el reconocimiento de la igualdad de derechos.

La sociedad multicultural no busca asimilarse sino reafirmarse en su propia cultura. No busca formar parte de un todo nacional sino reivindicar lo propio: no es casualidad que, por ejemplo, en Estados Unidos se hayan dado las acciones afirmativas en esta época.

Gilles Lipovetsky y Jean Serroy en La cultura-mundo. Respuesta a una socieddad desorientada, apuntan que “bajo la doble presión del fortalecimiento de las reivindicaciones particularistas y de la dinámica individualizadora, la cultura se ha convertido en un objeto político central, un nuevo factor de división y conflictividad: prueba de ellos los nuevos debates sobre laicidad, el uso del pañuelo, la guerra de la memoria, las reivindicaciones linguísticas, etc”. Con la desaparición de una cultura nacional unificada, las reivindicaciones particulares generaron tensión a las sociedades que no alcanzan a adaptarse lo suficientemente rápido a las nuevas condiciones. Baste señalar las enormes controversias en Francia en torno a una ley que prohíbe el uso público de símbolos y ropa religiosos.

Si la multiculturalidad no resolvió los problemas de convivencia, ¿qué nos queda? Algunos autores han planteado el concepto de interculturalidad como salida. Esto consiste en entender que las poblaciones dentro de un país no necesariamente son homogéneas, sino que tienen diferentes categorías étnicas, religiosas, lingüísticas o de nacionalidad (pueden ser muchas más) y que conviven con otras tantas manifestaciones similares donde no quieren asimilarse, ni integrarse, sino mantener una convivencia y colaboración desde la afirmación de la identidad propia en un rango de igualdad

La interculturalidad no habla en términos de mejores o peores, sino de que deben convivir diferentes culturas en un mismo espacio, lo cual, en tiempos de crisis es muy complicado tal y como lo han denunciado Human Rights Watch o el Secretario General de la ONU, al señalar que la pandemia del COVID-19 ha exacerbado los sentimientos de xenofobia, discriminación y racismo en contra de grupos minoritarios.  El camino no es fácil.

Otro de los problemas es que, como señala Michael Ignatieff en Las virtudes cotidianas. El orden moral en un mundo dividido, no debemos “centrarnos en lo que la gente debe tener en común, sino en lo que comparte en realidad cuando se enfrenta a un dilema ético”, por lo que hay que concentrarse en las virtudes cotidianas (confianza, tolerancia, perdón, reconciliación y resiliencia), en aquellas virtudes que son “prosaicas y diarias, y no heroicas y excepcionales”.

Es decir, debemos enfocarnos en esas actitudes del día a día que fortalecen comunidades con culturas diferenciadas. La existencia misma de la diversidad cultural, y que cada vez pareciera acentuarse más, no tiene que ser necesariamente algo negativo. Entender la existencia del otro a través de ese valor de la democracia que de repente se olvida, la tolerancia, puede permitir una convivencia más armónica más allá de religiones, lenguas o algún otro valor de identidad.

Volviendo nuevamente a Zygmunt Bauman, hay que poner en práctica la recomendación que nos dejara en su última póstuma Retrotopía, cuando nos dice que “si hay una palabra que tenemos que repetir hasta cansarnos es esta: diálogo. La cultura del diálogo implica un auténtico aprendizaje, una ascesis que nos permita reconocer al otro como un interlocutor válido; que nos permita mirar al extranjero, al emigrante, al que pertenece a otra cultura como sujeto digno de ser escuchado, considerado y apreciado“. En nuestras sociedades contemporáneas, hay que poner en práctica el buen hábito de hablar, pero también de escuchar.

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