El significado de los eclipses para los mayas y aztecas

(LeMexico) – Dioses, presagios malos, augurios y demás condiciones era lo que representaban los eclipses para los pueblos prehispánicos.

Este viernes en la madrugada tuvo lugar uno de los eclipses más hermosos que se han visto. Después de las 3:00 am (hora México centro) ocurrió el último eclipse lunar del año, duró seis horas y se pudo ver desde América, el Océano Pacífico y el extremo oriental de Asia. Cuando la luna toma ese color rojizo debido a la alineación de los planetas, se le conoce como luna de sangre.

Pero en la época prehispánica estos fenómenos se entendían como presagios y hechos muy temidos. La palabra eclipse viene del griego y significa abandono, refiriéndose al “abandono de la luz durante el día“. La cosmovisión se veía tan alterada por un eclipse debido a que toda la vida prehispánica se basa en la lucha del sol al atravesar la noche para renacer al día siguiente. Así, un eclipse solar era llamado Tonatiuh Cualo en náhuatl, que significa “cuando el sol es comido“, Miztli Cualo era el nombre al eclipse lunar, en la lengua maya Chi´ibal K´iin era el nombre que se le daba al fenómeno natural del sol y Chi´ibal Uj al de la luna.

Las dos civilaciones más importantes del México preshipánico conocían bien la bóveda celeste. Incluso, la fecha de fundación de Tenochtitlan se remonta a un eclipse solar ocurrido el 13 de marzo de 1325. Esto simbolizó para ellos la batalla entre el sol y la luna, representada en la leyenda como el enfrentamiento entre Huitzilopochtli y Coyolxauhqui.

Ellos creían que en los eclipses los niños se convertían en ratones y aparecían en el cielo las estrellas demonio tzitzimime, que eran mujeres esqueleto que volaban y devoraban a los hombres. Para “apaciguar” la ira de los dioses, sacrificaban personas albinas para alimentar al sol. Además, las mujeres embarazadas creían que sus hijos serían devorados por la oscuridad y nacerían con malformaciones.

Ellos llevaron un registro detallado de los fenómenos astronómicos en el Códice de Dresden, donde plasmaron la tabla sobre los eclipses. En ellas realizaban danzas y rituales, creyendo que el ruido ayudaría al sol a despertar de su letargo y ahuyentaba el conflicto entre los astros.

Básicamente, existen dos tipos de eclipses: solares y lunares, pero algunos expertos aportan un tercer tipo cuando se involucran dos estrellas.

En cada tipo hay variedades, por ejemplo en los solares existen los eclipses totales. Esto es cuando el Sol, la Tierra y la Luna se alinean, ésta última bloquea la luz del Sol y básicamente oscurece el día. Es que el Sol es 400 veces más ancho que la Luna, pero también está 400 veces más lejos. La NASA explica que “esa geometría significa que cuando se alinean a la perfección, la Luna bloquea toda la superficie del Sol, creando un eclipse solar total“.

Los eclipses anulares son cuando la Luna está más alejada de la Tierra y, por ende, está más pequeña, no tapa la superficie del Sol, esto crea la imagen de un anillo de Sol en torno a la luna, estos suelen ser los más largos.

Por último, tenemos los eclipses híbridos, según expertos, se trata cuando:

“La Luna está justo a la distancia donde sería capaz de cubrir al Sol por completo, pero, a medida que avanza, se aleja ligeramente de la Tierra y deja de eclipsar al Sol, transformándose en un eclipse anular. También puede comenzar como un eclipse anular y luego acercarse un poco para convertirse en un eclipse total”.

El eclipse lunar también tiene tres variedades. El lunar total refiere a que la Luna y el Sol están en lados opuestos a la Tierra y la Tierra tapa a la Luna del Sol. Luego están los lunares parciales o anulares que se identifican con una parte de la Luna entrando en la sombra de la Tierra. Por último los eclipses lunares penumbrales ocurren cuando la Luna pasa a través de la sombra penumbral de la Tierra, es decir más tenue.

Para la ocasión, dejo un texto del prolijo autor Augusto Monterroso titulado “El Eclipse“, tomado de “El eclipse y otros cuentos“, Augusto Monterroso, Editorial Alianza, Madrid, España, 1995.

El eclipse

Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en el convento de los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor redentora.

Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo.

Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas. Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.

-Si me matáis -les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.

Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.

Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.