¿Racista yo? ¿Además clasista?

Recién cuando iniciamos clases, en el foro del aula virtual de mi curso de Derecho Penal, mis estudiantes propusieron debatir sobre el tema de la pena de muerte. Debo aclarar que previamente habíamos revisado conceptos como el de la “construcción social de la realidad” y leímos algunos capítulos del estupendo libro “Patas Arriba. La escuela del mundo al revés” del historiador uruguayo Eduardo Galeano. De este texto hice énfasis en clase respecto al relato denominado “Para la Cátedra de Derecho Penal”, el cual hace alusión que en 1986 un diputado mexicano hizo una visita a la cárcel de Cerro Hueco en Chiapas, donde conoció a un indígena tzotzil, quien purgaba una pena de 30 años de prisión por haber degollado a su padre. El diputado hizo un hallazgo dramático: cada día el padre del prisionero le llevaba de comer tortillas y frijoles. La historia termina explicando que aquel hombre fue interrogado en castellano, lengua que entendía poco o nada, factor que junto con una buena paliza logró que aquel “peligroso” criminal confesara el delito de parricidio.

Adicional a esto, hablamos de las cimientes violentas que sustentan el Derecho Penal, de la Inquisición, de la persecución de las mujeres sabias etiquetadas como brujas y herejes, de las confesiones obtenidas a través de tormentos, de las hogueras, de la perversidad de la autopoisesis del sistema penal, de las criminales muertes. Leímos también el Tratado de los delitos y de las penas de Beccaria. Coincidimos en valorar su importancia y en la necesidad de actualizar los principios ahí vertidos para que aquellos horrores no regresaran y los actuales disminuyeran.  

Dados estos antecedentes, me llamó la atención que algunas(os) de las(os) jóvenes universitarias(os) y futuros abogadas(os) —aclaro, la mayoría se manifestó en contra de esta opción— argumentaran algunos puntos a favor de la pena de muerte. Hubo quien señalara que su aplicación sería eficaz para que el sujeto condenado por un delito no reincidiera, o que debiera utilizarse como una opción radical para quienes sufren enfermedades psicológicas graves y tenían una necesidad grande de matar, violar y/o causar daño.

En el fondo de este tipo de razonamientos está la idea tan arraigada de “la peligrosidad”, cuyo origen la encontramos en la obra de Lombroso: “Tratado Antropológico Experimental del Hombre Delincuente” (1876). En aquel texto el médico italiano afirmaba que los delincuentes, los salvajes y los locos tenían características similares, y cuando se refería a “los salvajes” miraba a la población de África y América Latina. Así, se construyó el estereotipo del sujeto criminal quien, entre otras características físicas, era de piel morena o negra… y pobre.

No es evidente para todas las personas el error en el que cayó Lombroso. Quizá porque confían en la neutralidad y buena fe del trabajo de quienes operan el sistema de justicia penal, sumado a esto, los medios de comunicación y una aparente realidad parece constatar que hay quienes tienen “cara de delincuente”, y casi siempre son de piel morena…y pobres. Parece ser que entre más obscura sea la piel y más profunda sea su pobreza, más peligrosa se vuelve la persona y mayor riesgo representa para quienes no comparten esas características.

El caso reciente del homicidio ¾no se le puede denominar de otra manera¾ de George Floyd evidencia esta forma de pensamiento tan vigente en nuestras culturas. Es claro que en el pensamiento del policía que lo asfixió estuvo presente el estereotipo de “negro igual a peligroso”, a pesar de que Floyd no se había comportado en ningún momento de manera violenta frente a la autoridad. Este mismo estereotipo hace que en Estados Unidos se ejecute a 13 personas de piel negra por cada persona de piel blanca.

Lombroso fue poco reflexivo, cuestión que le impidió mirar a fondo que el sistema penal es radicalmente discriminatorio en contra de quienes pertenecen a grupos raciales, etarios, económicos y sociales que no detentan el poder. Así, las personas con determinados rasgos físicos, color de piel, edad o situación socio-económica no somos en absoluto, por naturaleza, criminales, pero sí podemos ser proclives a ser consideradas como tales y ser presa fácil de quienes operan el sistema de justicia penal, algunos de ellos formados bajo criterios lombrosianos. Se fortalece así la idea de que “el otro” es peligroso, quien es distinto a mi puede hacerme daño.

Es posible que esta sea una de las muchas causas del origen de nuestros racismo y clasismo. Queremos distanciarnos de nuestro color de piel, de ojos, de cabello, de nuestro estatus económico (endeudándonos para tener cierta calidad de vida), de nuestra lengua (utilizando términos como “sanitizar”), de nuestros orígenes, porque no hacerlo nos ubica entre “los otros”, entre “los peligrosos”, entre las(os) vulnerables frente a la discriminación.

Espero que al final del curso, mis estudiantes sean más partidarios de Beccaria que de Lombroso.