En búsqueda de la identidad

Tabula Rasa

Una de las características de la era que nos ha tocado vivir es que pareciera ser que la cuestión de la identidad es el asunto más importante en la vida. Las personas exigen reconocimiento a su identidad de la misma forma en que lo hacen los países. Lo complicado en un mundo altamente interconectado es que la identidad era un puente que servía para unir. Hoy presenciamos lo contrario. La identidad se ha convertido en una barrera entre unos y otros. 

Hablar de identidad es hablar en primera persona, de mi historia y afinidades, de mis filias y fobias. Si lo ponemos en una perspectiva histórica, es hablar en primera instancia del nosotros y después del yo, de lo colectivo a lo personal. La identidad es por principio una dualidad entre el nosotros y el yo, es la definición que se tiene sobre quiénes somos como colectividad nacional y como individuo. En este sentido, como parte del proceso de consolidación o de evolución nacional, a través de los años los países se han dado a la tarea fundamental de ir conformando una idea que fortalezca lo común, un sentido que moldeé a la sociedad en torno a un objetivo compartido. La creación de una identidad nacional había funcionado en este aspecto.

La constante división en torno a dos identidades ha sido la fuente para el surgimiento de guerras civiles. Por ejemplo, el enfrentamiento entre conservadores y liberales en América Latina durante el siglo XIX, la guerra de secesión entre esclavistas y abolicionistas en Estados Unidos, republicanos y franquistas en la guerra civil española, por mencionar algunos. México no ha sido la excepción y vio transcurrir entre sí numerosos conflictos que fueron contenidos, primero durante el porfiriato con la introducción de una historia nacional que magnifica la grandeza del pasado prehispánico y luego, tras el fin de la revolución, con la creación de una nueva narrativa nacional. 

Así, la independencia, reforma y revolución se reinventaron como parte de un solo proceso histórico para darle identidad al México moderno. De tal forma que, por encima de la identidad del obrero, del empresario, del gobierno, del campesino o de los maestros, estaba la unidad nacional basada en una identidad revolucionaria. Sin embargo, ninguna identidad nacional es permanente ni unánime, aunque la tentación para intentarlo es muy grande. Yuval Noah Harari en 21 lecciones para el siglo XXI equipara a la identidad nacional única con el fascismo. Usar una historia oficial, más allá de su veracidad, “resulta muy atractiva porque no solo simplifica muchos dilemas difíciles, sino también porque hace que la gente piense que pertenece a lo más importante y hermoso del mundo: su nación”. 

La identidad nacional cohesiona a un país en torno a principios muy generales: justicia, democracia, libertad, igualdad, donde cabe destacar que la fortaleza de la identidad se basa en la apropiación que cada persona hace en lo individual, de manera tal que “la identidad es fuente de sentido para los propios actores y por ellos mismos es construida mediante un proceso de individualización”, apunta Manuel Castells en La era de la información. El poder de la identidad. El gobierno fracasa en su propósito unificador si la sociedad no se siente identificada con una identidad nacional colectiva, no única.

Sin embargo, cuando la identidad deja de estar en la esfera del nosotros para pasar a la del yo, se rompe esa unidad y la identidad se multiplica en muchas áreas. Francis Fukuyama en su libro Identidad. La demanda de dignidad y las políticas de resentimiento, apunta que la identidad del yo tiene un componente cultural cuyas fuentes se pueden agrupar en adscriptivas (edad, género, familia), culturales, territoriales, políticas, económicas, sociales. Por su parte, Amy Gutmann en Identidad en democracia nos dice que “las personas se identifican unas con otras en razón de su ascendencia étnica, raza, nacionalidad, cultura, religión, género, orientación sexual, clase, discapacidad, edad, ideología y otros marcadores asociados”. Es decir, al observar los componentes de la identidad nos topamos con la imposibilidad de que pueda existir una identidad única.

La identidad la encontramos con nuestra familia, o con quienes compartimos edades similares. Nuestros gustos también nos identifican, ya sea en la música, el cine y la literatura, conforman otro grupo que a su vez se subdivide entre si, por ejemplo, entre quienes prefieren la ópera, el rock o el reggaetón; el cine de arte a las comedias románticas o películas de terror; un equipo deportivo a otro, o un partido político a otro, o de plano, a ninguno. Algunas otras identidades son más abarcadoras como las que se basan en la historia, la nacionalidad o la religión. Por ejemplo, dentro de un estado nuestra identidad radica en la ciudad en la que vivimos; si viajamos a otro estado, nos identificamos por el estado del que somos; si viajamos al extranjero nuestro primer elemento de identidad es ser mexicano. Encontrar en nuestras identidades personales los puntos de unión que nos permitan una identidad colectiva es el gran reto.

A medida que las sociedades se fueron liberando de los dogmas unificadores, se ampliaron las demandas de respeto a una identidad distinta, escondida o ignorada. Sin la expansión de las libertades políticas hubiera sido imposible reclamar el derecho a las nuevas identidades. De repente, ese mundo que pregonaba por lo colectivo desapareció para dar paso a lo individual. A partir de los 80, pero sobre todo durante la década de los 90, surge ese espíritu de una identidad diferente, más plural y particular a la vez. La sociedad se encontró conque sus referentes identitarios no se circunscribían al que dictaba el gobierno, sino que podía tener muchos a la vez.

Si “en democracia las identidades de grupo son muy numerosas” nos cuenta Amy Gutmann, ahora se contaba con un plus, se podía luchar a través de la identidad, y mejor aún, como lo explica Amyrta Sen en Identidad y violencia, debemos tener en cuenta dos consideraciones distintas: “en primer lugar, el reconocimiento de que las identidades son plurales y de que la importancia de una identidad no necesariamente debe borrar la importancia de las demás. En segundo lugar, que una persona debe decidir -explícita o implícitamente- la importancia relativa que dará, en un contexto particular, a las lealtades divergentes que compiten por ser prioritarias”. La pluralidad de la identidad (o identidades si se quiere decir) vino a convertirse en una ventaja adicional para los regímenes democráticos liberales.

La aparición de las nuevas identidades sirvió para darle voz y presencia a los grupos minoritarios que habían sido excluidos de una identidad nacional. El apoyo a estos grupos, que duda cabe, significaba la oportunidad de resarcir los errores históricos de las sociedades: mujeres, niños, indígenas, homosexuales, lesbianas, negros, latinos, pobres, medioambientalistas, etc. Sin embargo, como era de esperarse, se crearon nuevos problemas, de los cuales Fukuyama destaca el hecho de que visibiliza las injusticias, pero hace poco para resolverlas a fondo, o de que por atender a los grupos minoritarios se excluyen a los grupos mayoritarios y permanentes. 

En tanto las cuestiones de identidad no se resuelven por completo, nos topamos con el hecho de que “la pluralidad es una fuente de tensión y constradicción tanto en la representación de uno mismo como en la acción social” apunta Castells. De tal forma que nos encontramos con movimientos identitarios que tienden a excluir a todo aquel que no sea igual, y terminan por actuar de la misma forma por la cual están combatiendo. En una cruel vuelta del destino, algunos movimientos identitarios de tanto querer guardar la pureza terminan por rechazar o temer al otro, al que es distinto. 

La búsqueda de una identidad abarcadora hoy en día nos puede llevar a extremos donde se caigan en escenarios de fanatismo y violencia contra quien no quiera adherirse a un nuevo dogma público. Si bien este escenario es más propicio en ambientes altamente religiosos, los extremismos políticos que se ven en otras sociedades (como la nuestra) nos puede llevar de vuelta a las batallas para imponer una identidad pura. 

En este sentido, Michael Hardt y Antonio Negri nos plantean en Asamblea una advertencia. Los movimientos identitarios surgieron como una expresión de la lucha liberal progresista. Sin embargo, en los últimos años hemos visto cómo la derecha (concepto todavía útil) busca contrarrestar esos movimientos con otros movimientos opuestos.

Por ejemplo, al movimiento feminista que exige el derecho de la mujer a decidir sobre su cuerpo, le han replicado los movimientos antiabortistas. De hecho, existen “dos características que definen a los movimientos derechistas: autoridad e identidad o, más específicamente, la exaltación del liderazgo y la defensa o restauración de la unidad del pueblo”. Una identidad entendida como un retorno al pasado idealizado.

El reto no es menor, ¿cómo construir identidades incluyentes?, ¿cómo construir identidades que la suma de los diferentes yo nos de un nosotros?, ¿cómo construir una nueva colectividad a partir de las distintas identidades? La derecha tiene claro el camino, regresar al pasado, mientras que los liberales siguen divagando. Como nos dice Mark Lilla, en El regreso liberal: “La paradoja del liberalismo de la identidad es que paraliza la capacidad de pensar y actuar de una manera que lograría de verdad lo que dice desear. Le fascinan los símbolos: alcanzar una diversidad superficial en las organizaciones, volver a contar la historia para centrarse en grupos marginales y a menudo minúsculos, fabricar eufemismos inofensivos para describir la realidad social, proteger los oídos y ojos de los jóvenes ya acostumbrados a películas violentas de cualquier encuentro con puntos de vista alternativos. El liberalismo de la identidad ha dejado de ser un proyecto político y se ha transformado en uno evangélico”.