Lecciones desde Brasil

Tabula Rasa

(LeMexico) – Imaginen un país gobernado por un populista que se apoya en el ejército y que nunca reconoce un error. Ese país es Brasil. Bolsonaro es algo así como un cliente frecuente de todos los estudios que se hacen sobre populismo moderno y sobre la democracia en crisis. Ya sabemos que en esto del populismo poco importa si se es de derecha o de izquierda.

La razón por la cual Brasil se convirtió en trendig topic en el mundo fue porque se celebraron elecciones para elegir miembros del Congreso Nacional, gobernadores, legislaturas locales, un tercio del senado y, por supuesto, al presidente del país. El sistema electoral es a dos vueltas en caso de que ningún candidato alcance el 50% durante la primera ronda, teniendo además otras características: es el único país en el mundo en tener un sistema de registro de votos totalmente electrónico, razón por la cual los resultados se conocen en tiempo real, no como en México, donde las boletas son impresas, el conteo es manual y el voto es obligatorio para los cerca de 150 millones de electores.

La buena noticia es que Bolsonaro perdió, pero su discurso y el de sus seguidores fue un constante hablar de fraude, antes y después de las elecciones, sin reconocer, por lo menos no de manera específica, los resultados finales. Algo que aprendimos en México es a vivir con el discurso de no aceptar la derrota, siempre buscando los motivos en otras circunstancias y no en los errores propios. No por nada existe el dicho de “Jalisco nunca pierde, y cuando pierde, arrebata”. La historia de las elecciones, con su gran caudal de fraudes, no es la excepción. De hecho, vale la pena recordar que en 2000 el entonces candidato Vicente Fox decía que solo reconocería una derrota si era por más de diez puntos porcentuales

Sin embargo, no por ser tan antigua, esta actitud ha dejado de ser tan dañina para el funcionamiento mismo de las democracias. Pero podemos observar un hecho diferenciador, ahora quien cuestiona el procedimiento y resultado es el presidente en turno. Recordemos el discurso de Trump señalando que solamente mediante un fraude podría perder, algo que muchos republicanos repiten día a día, y que llevó a la violenta irrupción en el Congreso de los Estados Unidos.

Bolsonaro hizo algo similar. Antes de la primera vuelta electoral señaló que si no ganaba “con al menos el 60%, algo anormal habría pasado”. Posteriormente, ha guardado silencio en torno a los resultados. Para fortuna de los Estados Unidos y de Brasil, las instituciones resistieron, en parte, porque quienes las dirigían aún creen en las bondades de la democracia. Otra cosa hubiera sido si en vez de gente con convicciones democráticas, hubieran estado al frente personas fanáticas.

Con el protagonismo tan fuerte como el de Bolsonaro o Trump, terminan apabullando a los partidos políticos a los que pertenecen, los cuales terminan por convertirse simplemente en repetidores acríticos de actitudes y posicionamientos. Giovanni Sartori, en su clásico Partidos y sistema de partidos, señala que los partidos antisistemas “encuentran su mínimo común denominador en un impacto deslegitimador común. Es decir, todos los partidos que van de la negativa a la protesta (y) comparten la propiedad de poner en tela de juicio a un régimen y de socavar su base de apoyo. En consecuencia, se puede decir de un partido que es antisistema siempre que socava la legitimidad del régimen al que se opone”.

Quienes se oponían al sistema buscaban reemplazarlo por vías no democráticas: ya sean los de la extrema derecha que se confabulan con las fuerzas armadas para organizar un golpe de estado y restaurar “el orden perdido”, o los de la izquierda radical que sueñan con hacer una revolución que los lleve a crear “el hombre nuevo” del que hablaba el “Che” Guevara. Ahora, tenemos la enorme paradoja de que lo prevaleciente en los casos citados es que tenemos una especie de nueva (que me disculpe Sartori por el atrevimiento) categoría: presidentes antisistema.

Con una democracia debilitada, moribunda, en profunda crisis, o como se le quiera llamar, producto de un constante golpeteo del ejecutivo a las instituciones y poderes autónomos, se abren caminos hacia la cerrazón, y el debate es sustituido por la descalificación y la injuria. Y en esto no existen etiquetas, porque, como dice Anne Applebaum en El ocaso de la democracia:

“El autoritarismo es algo que atrae simplemente a las personas que no toleran la complejidad: no hay nada más intrínseco de izquierdas o derechas en ese instinto. Es meramente anti pluralista; reserva de las personas con ideas distintas, y es alérgico a los debates acalorados. Resulta irrelevante que quienes lo tienen deriven en última instancia su postura política del marxismo o del nacionalismo. Es una actitud mental, no es un conjunto de ideas”.

El hecho de que perdieran la reelección Trump y Bolsonaro, pudiera dar la equívoca idea de que lo peor ha pasado. Nada más alejado de la realidad. Siguen y seguirán presentes con las mismas actitudes constituyendo un desafío para el futuro inmediato. 34% de los votantes en las recientes elecciones en Estados Unidos, consideran a Biden como un presidente ilegítimo. Son los (perdón Sartori por proponer otra nueva categoría) negacionistas electorales. En Brasil, las manifestaciones y bloqueos que no reconocen la derrota electoral de Bolsonaro no han disminuido. La amenaza antidemocrática sigue presente.

Por otra parte, la izquierda latinoamericana está de fiesta porque, la buena noticia es que ganó el expresidente Luis Ignacio Lula da Silva. Aunque si lo analizaran un poco más a detalle, el que se volviera a presentar como candidato por sexta vez a una elección presidencial, (perdió las tres primeras y ganó las dos últimas), más que hablar bien de las virtudes de Lula, lo que refleja es que la clase política de izquierda en Brasil ha sido incapaz de encontrar una figura nueva, por lo que solo les quedó reciclar a quien se postulara por primera vez a la presidencia en 1989.

El gran reto que tendrá Lula es si podrá tener el mismo éxito que en su primera etapa presidencial. En 2003, se mantenían los efectos positivos del neoliberalismo, la pandemia no había llegado, no había una guerra que afectara las líneas de producción y distribución, no había un limitado crecimiento económico global ni la inflación era un tema preocupante, ni el mundo empezaba a dejar, o a plantearse seriamente, el cambio de energías fósiles a renovables.

A su favor quedan los resultados de sus acciones políticas. De acuerdo con Massimo de Giuseppe y Giani La Bella en Historia contemporánea de América Latina: “Su enfoque sobre los problemas fue gradual y no maximalista, tratando de convencer al país de que su aspiración no era empobrecer a las clases más acomodadas, sino mejorar el bienestar colectivo, eliminando la plaga de la pobreza extrema”.

Implementó un programa, “hambre cero”, otorgando subsidios a quienes se encontraban por debajo de la línea de pobreza, pero de manera focalizada y a cambio de algo, es decir, no era simplemente dar dinero de manera generalizada. El subsidio, señalan los autores. “variaba según las dimensiones de la familia, vinculado con la adquisición de los bienes alimenticios, la obligatoriedad de las vacunaciones, la frecuencia escolar de los hijos”. De esta forma, se redujo la pobreza y las condiciones que la propiciaban, aunque su mayor problema, y que le llevó incluso a estar en prisión, fue la terrible corrupción emanada de Odebrecht.

Lula inicia con la dificultad de tener un país profundamente dividido. En la segunda vuelta, ganó con apenas el 50.9%, una mínima diferencia ante Bolsonaro, y sin tener mayoría en el Congreso.  Le juegan en contra las condiciones actuales del mundo, aunque a su favor cuenta la experiencia y su visión de preferir una política de conciliación más que una de enfrentamiento. Por ejemplo, se habla de formar un “eje progresista” junto con Petro de Colombia, Fernández de Argentina y Boric de Chile, enfocado en la lucha contra la desigualdad, el ecologismo y el respeto a los derechos humanos.

Para empezar, Lula ha señalado que desmilitarizará la seguridad pública en su país. Hay que esperar para ver si Brasil vuelve a imponer “un modelo capaz de conjugar el respeto de las reglas del mercado con las políticas sociales”.

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