Reflexiones sobre la monarquía
Tabula Rasa
(LeMexico) – Se celebraron los funerales de la Reina Isabel II, con todo el boato propio de la aristocracia inglesa, y en ellos se han dado cita toda clase de líderes políticos y personalidades de todas las profesiones. Isabel II será recordada por ser la reina más longeva y por la prudencia que tuvo en materia política por saber adaptarse (no de manera rápida o convencida) con el cambio de siglo, de sociedad, de valores, y también, por tener que lidiar con su familia, tan normal y disfuncional a la vez.
Tras la cobertura mediática, las publicaciones en las redes sociales y las charlas entre amigos y familia, comprobamos nuevamente el gran encandilamiento que la realeza tiene sobre las sociedades. Vivimos en un mundo donde los duques, condesas, y otros títulos nobiliarios viven de manera natural entre el oropel y la fastuosidad de los castillos, los lujos y la ropa ostentosa, como si todo fuera un capítulo más de Downton Abbey o Bridgerton.
No podemos olvidar tantas historias ligadas a la realeza en la literatura y en el cine que nos hablan de mujeres y hombres valientes y sensibles que son dignos de imitar, o despreciar, como varios personajes de Shakespeare, ya sea Enrique V o Ricardo III. Por no hablar de las historias edulcoradas de Disney, donde prácticamente todo gira alrededor del esplendor de princesas y príncipes, donde las personas, antes de heredar el reino deben encontrar el amor y superar las ambiciones de la gente malvada. De Blanca Nieves a Frozen, sin olvidar que lo humano también se traslada al mundo animal, como lo vemos en El Rey León.
La monarquía, más allá de homenajes y funerales solemnes, hoy recibe críticas y cuestionamientos. Nada extraordinario considerando los tiempos actuales. Sin embargo, hay que separar dos temas: la nobleza y la monarquía misma. La nobleza era, para Emmanuel-Jospeh Sieyes en su célebre ¿Qué es el Tercer Estado?: “una clase de personas que, sin funciones ni utilidad alguna y por el sólo hecho de su existencia, gozan de privilegios vinculados a su persona”.
Tal parece que 200 años después de que Sieyes escribiera su notable libro, la nobleza no ha cambiado gran cosa. Aquí la cuestión no es solo la existencia de la nobleza misma, sino el hecho de que dependan de los recursos públicos. Si lo primero es cuestionable, lo segundo debería ser inaceptable.
La existencia de la monarquía tiene mayores variables. Por un lado, está la historia. Basta con echar un vistazo al pasado, a cualquier cultura, para ver que en prácticamente todas, la forma predominante de ejercicio del poder era a través de un poder único, depositado en una sola persona denominada monarca, rey, emperador, sha, zar, farón, etc.
“La monarquía es necesaria para el bien del mundo… el género humano se asemeja más a Dios cuando obedece a un solo príncipe”.
Dante Alighieri en De la monarquía
El rey podía ser un filósofo de acuerdo con Platón y podía llegar a ser el mejor gobernante si se le educaba correctamente desde pequeño. Según Erasmo de Rotherdam, La historia nos demuestra que las pasiones son tan fuertes que ni la educación proporcionada por Séneca, uno de los grandes filósofos de la Roma clásica, pudo impedir que Nerón terminara como uno de los peores gobernantes (y de las peores personas). Por eso no extraña que en La Política, Aristóteles considerara entre “si es preferible poner el poder en manos de un individuo virtuoso o encomendar las buenas leyes… es preciso preferir la soberanía de la ley a la de uno de los ciudadanos”.
Sin embargo, la cuestión de la monarquía resolvía, así fuera de forma frágil, uno de los más grandes dilemas del poder, la sucesión en el mando. De esta forma, que ya se tuviera conocimiento de quien habría de ser el sucesor daba cierta estabilidad a las monarquías, aunque no quedaban excentas de traiciones, asesinatos y reclamos de la corona, igual a como lo vimos en Juego de Tronos. Pero, ya fuera que se accediera al poder, por herencia o por conquista, el siguiente paso era consolidarlo para entregarlo al heredero, generalmente al primer varón en la línea familiar sucesoria.
Como es de imaginarse, el modelo de sucesión tenía limitantes, y no resolvía una cuestión que siempre ha estado presente, ¿qué pasa si quien hereda un reino es un incompetente, frívolo, desinteresado de su sociedad o de plano, con problemas mentales? Había una cuestión más, la legitimidad del poder.
En este tema, los monarcas fueron muy hábiles para convencer a sus gobernados de que, siguiendo lo dicho por Dante, si ellos gobernaban de forma individual era porque así lo había decidido Dios y, por lo tanto, su linaje era divino y la soberanía del reino descanzaba en el monarca. Ante tal justificación, poco espacio le dejaban a los hombres y mujeres de su época. Eran lás épocas del Estado absoluto y de su expresión máxima “El Estado soy yo” de Luis XIV y de que legalmente “La persona del rey es sagrada e inviolable, y no está sujeta a responsabilidad”, como señalaba el artículo 168 de la constitución de Cádiz en 1812.
Los primeros cuestionamientos vendrían con Oliver Cromwell y la ejecución de Carlos I en la Inglaterra de mediados del siglo XVII, pero sobre todo con la Revolución Francesa y el ascenso del ciudadano como agente del cambio (que igual mandaría al patíbulo a Luis XVI) para poner fin a la legitimidad divina de los reyes y transferirle la soberanía al pueblo. A partir de entonces, las monarquías en occidente tuvieron que reinventarse para evitar su desaparición como institución, ni perder la cabeza, literalmente. La solución fue someterse a la ley y dividir el poder.
Lo primero se logró al convertirse en monarquías constitucionales, donde se acababa la discrecionalidad de los monarcas para someterse lisa y llanamente a lo que marca la ley. Para lo segundo tuvieron que renunciar al ejercicio diario del poder, es decir, se dividió el ejecutivo en un jefe de Estado y en un jefe de Gobierno. Así, el monarca sería quien representaría al país, de manera neutra, sin afiliaciones políticas y, tradicionalmente, por el tiempo en el que dure con vida; mientras que el jefe de Gobierno sería electo por la gente en una votación general, surgiendo de alguna propuesta partidista y con períodos de gobierno más o menos (en esto depende del tipo de régimen en particular) determinados.
El jefe de estado no puede ser destituido mientras que, mediante el cumplimento de ciertos requisitos, se pueden acortar los períodos del jefe de gobierno. Tradicionalmente, llamamos a este tipo de régimen como parlamentario, donde existe un presidente y un primer ministro (como Italia) o un presidente y un canciller (como Alemania). Donde hay un primer ministro y un rey (como Reino Unido) o un presidente y un rey (como España), se le llama monarquía parlamentaria. Para tener punto de comparación, la otra forma de organización política en las democracias occidentales, son los regímenes presidencialistas, como México o Estados Unidos, donde el poder ejecutivo recae en una sola persona, quien es electa en elecciones libres y periódicas, esta persona realiza a la vez funciones de gobierno y de representación del país ante el exterior, y tiene plazos de gobierno fijos, con o sin reelección.
Existe una gran discusión teórica sobre cuál sistema es mejor, si el parlamentarismo o el presidencialismo, tema que merece una discusión aparte. Sin embargo, para quienes vivimos en países republicanos y nunca hemos vivido bajo una monarquía, el tiempo de reyes y sus cortes nos parece de tiempos pasados, de una etapa de superada de la historia. Sin embargo, como ya vimos, se mantienen en algunos países donde todavía prevalece la monarquía, en una forma más contemporánea, donde ya no tienen el poder absoluto, y ni siquiera participan en la política diaria, pero que como dijo el premio Nobel de Literatura en 2017, Kazuo Ishiguro, en una reciente entrevista, “una institución como la monarquía puede contribuir a crear esta unión entre las personas cuando cada uno apunta a una dirección diferente“.
Habrá quien vea en la monarquía los símbolos del poder y de la tradición histórica de reyes y reinas que ganaron guerras, que lograron conquistas y que fundaron dinastías. También hay quien vea decadencia y ocaso por los excesos y debilidades en el comportamiento de sus miembros, pero lo cierto es que el debate sobre su existencia no es nuevo. Maurice Joly publicó en 1864 la sátira Diálogo en el infierno entre Maquiavelo y Montesquieau, donde se produce el siguiente intercambio:
Maquiavelo: me gustaría llegar a consecuencias concretas ¿hasta donde la mano de Dios se extiende sobre la humanidad? ¿quien hace a los soberanos?
Montesquieu: los pueblos.
Maquiavelo: está escrito Per me reges regnant. lo cual significa al pie de la letra, Dios hace a los reyes.