Deliberar, negociar y votar

Tabula Rasa

(LeMexico) – Han iniciado los foros de Parlamento Abierto organizados por la Cámara de Diputados para analizar la Reforma Electoral y las 42 iniciativas que actualmente se encuentran en proceso de revisión. El parlamento abierto es, en términos simples, la participación de ciudadanos y organizaciones sociales para debatir algún tema en específico, en este caso, las leyes electorales, y, en teoría, enriquecer las propuestas originales de alguno de los poderes de la unión.

Si especifiqué “en teoría” es justamente porque de los foros anteriores para discutir otras reformas jurídicas, por ejemplo, el de la reforma eléctrica, terminaron siendo una exposición de ideas y prejuicios personales, o de grupo, que están poco o nada dispuestos a considerar los argumentos contrarios. Es decir, se convierten en lo que popularmente se le llama, un diálogo entre sordos. O peor aún, puedan terminar por hacer realidad el mexicanísimo dicho de “¿para qué discutir si se puede arreglar a golpes?

La democracia no se identifica con la imposición. La libertad de información, asociación y elección le es inherente y, por lo tanto, también lo es discutir los asuntos generales de forma pública. En este sentido, parece muy fácil seguir la ruta de plantear una propuesta, mejorarla entre varios y después adoptarla. Sin embargo, en realidad esto es mucho más complejo.

Si bien existen momentos en que el consenso es general y hasta se puede lograr la unanimidad en las decisiones, lo más frecuente es que existan diferentes puntos de vista, opiniones e intereses que dificultan llegar a acuerdos amplios. Cuando esto sucede, la democracia ofrece tres caminos para encontrar consensos: discutir, negociar y votar. Este tema se aborda en la obra colectiva La Democracia Deliberativa, la cual fuera publicada en 1998, pero que sigue conservando vigencia.

En la introducción general, Jon Elster (coordinador del libro), plantea que los tres caminos señalados pueden llevar a su vez a otros tres rumbos: la agregación, la transformación y la tergiversación. Esto significa que se puede terminar en una suma de propuestas condensadas en una sola, en cambios a la propuesta original o, quizá, en que la propuesta original termina perdiéndose o diluyéndose al final del proceso.

No solo lo anterior, sino que además hay que tener presente tres elementos adicionales. El primero de ellos es suponer que el debate entre las partes será regido por la razón, es decir, que será mediante una deliberación con argumentos en donde el objetivo es convencer a la parte contraria de las bondades de los planteamientos propios. Sin duda, este debería ser el mecanismo más usual. Para que funcione se requeriría tener una amplia participación de todos aquellos que puedan verse afectados, y que además lo hicieran en una condición de libertad y con plena información sobre el asunto. Es lo que podríamos denominar una participación ilustrada.

El segundo aspecto a considerar es que para cualquier toma de decisión sería iluso pensar que se rige por la razón pura (gracias Kant), sino que debemos tomar en consideración que cualquier propuesta también se rige por el interés. Las personas, ya sea de manera individual o colectiva, llegan a verse influidos por un interés particular que de una forma u otra interviene durante todo el proceso.

Por último, el componente emocional que es inseparable en las personas y termina también por condicionar y, en no pocas ocasiones, dejar poco espacio para el debate, es decir, lo pasional. Esto lo tenemos claro cuando decimos que la gente se aferra a sus ideas. La pasión con que se defiende las posturas suelen volver rígidas las deliberaciones hasta volverlas inexistentes.

En un mundo ideal, los acuerdos se deberían de tomar de forma unánime después de debates críticos, racionales, informados y desapasionados.  En un mundo real, nos topamos con diversas opciones. Una de ellas es la combinación de discusión y votación sin negociación, que es la que se utiliza para seleccionar a postulantes a puestos especializados. Quizá uno de los casos más emblemáticos sea la de elección de un nuevo Papa para la iglesia católica, o un nuevo miembro al sistema de investigadores o catedráticos.

También se puede presentar la discusión y negociación, sin votación. El mejor ejemplo son las discusiones de los contratos colectivos de trabajo entre sindicatos y empresas. Y, finalmente, lo que casi nunca pasa es la negociación y votación, sin discusión, aunque buscando en la historia de nuestro Congreso de la Unión, seguro encontraríamos más de un ejemplo.

Lo más frecuente, es una combinación de los tres mecanismos influenciados por la razón, el interés y la pasión. Y, por si fuera poco, no debemos olvidar que en estos tiempos las decisiones se deben tomar lo más rápido posible con la información disponible, sin olvidar otro gran ingrediente, las decisiones deben tomarse en un marco democrático con la máxima participación ilustrada. Esto es, con conocimiento e información sobre el tema en condiciones de igualdad.

Norberto Bobbio, en Teoría General de la Política, señala que si bien es deseable la deliberación en la democracia, esto no implica necesariamente que en esta última la regla de la mayoría sea la forma más óptima para la toma de decisiones, ya que, “históricamente, la regla de mayoría se ha aplicado en cuerpos colegiados de pares (sacerdotes, senadores, abogados) y no necesariamente en decisiones de gobierno o políticas”. Esto es, cuando se encuentran en condiciones un tanto igualitarias. Y que, en todo caso, los derechos fundamentales, las costumbres, tradiciones y las decisiones técnicas no son negociables.

Suponiendo que en un régimen político prevalezca la deliberación en alguna de sus tres formas, estaríamos ante escenarios en donde cualquiera que sea el mecanismo final, debe de gozar de legitimidad. Nadie cuestionaría si la decisión final es producto del debate racional que convence al otro (aunque siempre existe el riesgo ya señalado por Platón en la República de que los demagogos triunfen engañando a la razón). Tampoco debería satanizarse la negociación, siempre y cuando se haga público lo que se quiera acordar. Finalmente, el uso de las mayorías en la democracia para la toma de decisiones es de lo más natural, sobre todo entendiendo que las mayorías no son permanentes, y ese debería ser motivo suficiente como para contener los excesos.

Regresando al tema que plantean los autores, encontramos que, de diferentes formas, cada uno de ellos trata de medir los grados de deliberación en una sociedad. Uno plantea que debe ser mediante los resultados obtenidos, en el sentido de que lo importante no solo es el mecanismo, sino la decisión que se tome y la legitimidad en torno a la misma. Otro plantea que el proceso es lo importante, es decir, que exista el consenso de que están de acuerdo en que sea cual sea el resultado, lo trascendente es cómo se llegó a una decisión en específico. Otro planteamiento es la búsqueda de las condiciones institucionales que favorezcan la imparcialidad. En fin, hay diversos enfoques.

Lo importante es resaltar que en nuestros tiempos, parece que hemos hecho de la votación sin deliberación y sin negociación el mecanismo favorito. Las razones las hemos hecho a un lado para darle paso a las pasiones, y de manera escondida, a los intereses. No se trata de convencer mediante el intercambio de ideas y posturas, sino porque se tiene la “razón”. Como señala uno de los autores, Diego Gambetta, “la deliberación en las culturas del `claro´ está condenada al fracaso, se debe incorporar instituciones y mecanismo para que funcione la democracia”. Es lo que vemos en esa postura de decir “claro, yo lo sé” o “claro, así tenía que ser”. Digamos que hace falta un poco de humildad como para aceptar que saben algo, o captan algo, que nosotros no sabemos o captamos.

Al final, nuestra preocupación debe ser impulsar a la deliberación con base en razones y datos para la toma de decisiones. Que mientras más participen en la deliberación, mejores resultados obtendremos y que igual de importante es que la información fluya para que no haya zonas oscuras para el razonamiento, sin desconocer que el tiempo ejerce presión y ante el apuro, es más eficiente negociar o votar. Al final, quedarán las preguntas de Elster acerca de si “la distribución desigual de la educación, de la información y de la participación ¿supone una amenaza a la democracia deliberativa? ¿Producirá la deliberación todos sus buenos efectos si tiene lugar principalmente en el seno de una élite que se autoselecciona porque tiene más conocimientos que otros acerca de los asuntos públicos y está más preocupado por ellos?

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