Gobierno dividido

Tabula Rasa

(LeMexico) – Las campañas políticas eran el momento cumbre de las promesas que no se cumplirán, eran el momento, como dice Angelo Panebianco en el clásico Modelo de partidos, de prometer el cielo en la tierra. Los tiempos donde los discursos y las promesas eran el medio para conocer las propuestas de las candidatas y candidatos a puestos de elección popular quedaron atrás. Las propuestas serias quedan para mejor ocasión, lo que tenemos son aspirantes que hacen del tik tok su mejor mitin: cantan, bailan, actúan, se disfrazan, se hacen pasar por carpinteros, futbolistas, taqueros. Se presentan como personas simpáticas, sexys (con descarada ayuda del photoshop), atléticas, cercanas al pueblo. Basan la campaña en repetir groserías e insultos porque eso genera un aplauso fácil. Se presentan en competencia “la viuda de”, “la hija de”, “la esposa de”, sin darse cuenta de que podrán ganar votos, pero afectan a un movimiento que tanto se ha esforzado por liberarse de esos estereotipos.

Si no se seduce con la imagen, entonces se divide con las palabras. La política deja de ser el escenario de las imágenes para volverse la arena de los enfrentamientos: buenos contra malos, ángeles contra demonios, relevos australianos de técnicos contra rudos (¡los ruuudos, los rudos, los rudos, los rudos!). Como en cualquier partido de fútbol de la Concacaf, el árbitro se ve superado por la violencia y no atina a sacar las tarjetas, “se le ha ido el partido de las manos” dirían los comentaristas deportivos.

Las campañas y los discursos, cuando las hay, se enfocan en descalificar y pronosticar la llegada del apocalipsis si ganan “los otros”. Esto que estamos viviendo no es otra cosa más que una versión actualizada de la frase que predominó para las elecciones presidenciales de 1994: “el choque de trenes”. Al final, no hubo ningún descarrilamiento del país, que tres años después vería cómo el PRI perdía por primera vez la mayoría en la Cámara de Diputados. 

Pareciera que el mundo regresó a esos años, donde el partido en el gobierno, entonces el PRI, se la pasaba hostigando, denostando y haciendo todo lo posible para conservar su mayoría. Es curioso cómo una buena parte de los actuales integrantes del partido en el poder, hoy Morena, quieran regresar a esa época en la cual ellos mismos luchaban para evitar que el PRI conservara la mayoría en el Congreso.

El discurso de esa época era ganar el Congreso para que hubiera equilibrio de poderes. La idea por supuesto no era nueva, retomaba lo expuesto por el barón de Montesquieu en el clásico de la filosofía El espíritu de las leyes, en el sentido de que “cuando los poderes legislativo y ejecutivo se hallan reunidos en una misma persona o corporación, entonces no hay libertad, porque es de temer que el monarca o el senado hagan leyes tiránicas para ejecutarlas del mismo modo”. 

Recordemos que si bien México era un régimen presidencial y democrático, donde los Poderes de la Unión se encontraban divididos en ejecutivo, legislativo y judicial, y cada poder era soberano. En la práctica, el funcionamiento del sistema político mexicano descansaba en un PRI subordinado al presidente de la República, por lo que al tener este partido constantes mayorías en el Congreso, las propuestas de ley presentadas por el presidente se aprobaban sin discusión, mientras que las propuestas de los partidos de oposición se bloqueaban y rechazaban. 

En la medida en que la sociedad fue exigiendo mayores libertades políticas de elección, conforme el costo de imponer fraudes electorales para que ganara el PRI, fue siendo más costosa y conforme la imagen de la democracia en México era cuestionada en el ámbito internacional, especialmente por los nuevos socios comerciales de América del Norte, la oposición fue ganando espacios poco a poco en gobiernos locales y en el Congreso.

El papel que jugaron los partidos políticos fue muy importante para ir ganado espacios públicos. La primera señal fue cuando los viejos aliados del PRI, los partidos PPS y PARM, decidieron dejar de apoyar al candidato oficial a la presidencia en 1988 e incorporarse al denominado Frente Democrático Nacional (FDN), encabezado por Cuauhtémoc Cárdenas.

Sobra decir que el PRI acusaba al FDN de querer detener el avance de la revolución (justificación ideológica todavía en uso para las camapañas electorales de esos años), y de estar ligados a intereses ajenos al progreso del país. Por otra parte, la fuerza opositora que más elecciones ganaba era la del PAN, representando lo que los analistas de la época llamaban una oposición leal que siempre compitió dentro de las reglas del sistema.

Cuando al fin la oposición en su conjunto logró arrebatarle al PRI la mayoría de la Cámara de Diputados, se lograba la larga aspiración de tener una real separación de poderes y evitar que quedaran en manos de un hombre o un partido tal como lo había señalado Montesquieu en su división de poderes. Esta etapa donde ningún partido lograría una mayoría absoluta (el 50% de los votos más 1) duraría de 1997 a 2018 y sería bautizada como la época del gobierno dividido, que definían Alonso Lujambio y Ulises Carrillo como “aquel en el que el partido del presidente no cuenta con el control mayoritario en por lo menos una de las dos cámaras del Congreso”. Aplicado en México, significaba dejar atrás las épocas donde el PRI aplicaba el mayoriteo, es decir, imponer su mayoría legislativa para no hacer cambios a las propuestas oficiales.

Jon Elster nos dice en su libro La democracia deliberativa, que en la política moderna se tienen tres caminos: deliberar y convencer a todos o la mayoría de los actores políticos de las bondades de las propuestas, negociar e intercambiar unas propuestas por otras, y en el último de los casos, someter a votación las propuestas. Lo anterior implica que existan ambientes de colaboración entre los diferentes actores políticos, en donde existan espacios para el debate y la negociación. A partir de los gobiernos divididos en México nos fuimos acostumbrando a los acuerdos entre el gobierno y la oposición.

La elección de 2018 rompió el equilibrio de los gobiernos divididos al quedar en un mismo partido la mayoría del Congreso y la Presidencia de la República. Aunque al principio, Morena, el partido en el gobierno, intentaba negociar algunas reformas con la oposición o le introducía cambios a las propuestas legislativas del presidente, algo que es normal en las democracias, el estilo de gobernar del presidente fue endureciéndose, negándose a aceptar cualquier acuerdo y modificación lograda en el Congreso. Cualquier cambio a sus propuestas era como aceptar una regresión o un signo de debilidad. Exigió que las propuestas se hicieran “sin moverle una coma” y, en un acto de abdicación, los diputados de Morena dejaban tal cual había llegado la propuesta. Hicieron del Congreso una simple oficialía de partes. Adiós al equilibrio de poderes

Se podrá estar o no de acuerdo con las propuestas de la presidencia de la república, pero lo que no debe estar a discusión es que la verdad absoluta no está en un solo hombre ni que las propuestas son perfectas. Tan no lo son que siguen atoradas toda una serie de modificaciones legales porque han sido impugnadas por inconstitucionales. La enseñanza del periodo de los gobiernos divididos es que si bien alenta el accionar del gobierno en turno, gana en representatividad y permite mejorar e incorporar nuevos elementos a las propuestas presidenciales. 

La democracia es inclusión, no exclusión. Regresando a Montesquieu, “En el Estado en que un hombre solo o una sola corporación de próceres, o de nobles, o del pueblo administrase los tres poderes, y tuviese la facultad de hacer las leyes, de ejecutar las resoluciones públicas y de juzgar los crímenes y contiendas de los particulares, todo se perdería enteramente… Los príncipes que se proponen hacerse déspotas comienzan siempre por reunir en sus personas todas las magistraturas”.

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