Ingreso básico universal (II)

Tabula Rasa

(LeMexico) – La semana anterior presentamos unas primeras reflexiones en torno a la idea de establecer un Ingreso Básico Universal (IBU) a nivel nacional. Como lo señalábamos, la idea no es nueva en el debate académico ni tampoco es algo extraño en el debate político.

Richard Nixon y Hillary Clinton hicieron alguna referencia al tema durante las campañas presidenciales, aunque sin mayor repercusión, donde lo destacable no es que se planteara en el transcurso de una campaña política, espacio natural para prometer el cielo en la tierra, sino que no es una idea surgida de algún candidato populista o de izquierda o de un país con bajos niveles de desarrollo.

Podemos decir que el IBU es la consecuencia lógica de diversas políticas que se aplican hoy en día. La política social de un país consiste en distribuir una serie de bienes públicos entre la población, siendo los más universales la salud y la educación. La forma más usual para la distribución de estos bienes públicos es entregarlos mediante procesos administrativos.

Por ejemplo, para acceder a las escuelas de educación pública hay que inscribirse e ir acreditando los diferentes años escolares. En algunos lugares se hará de manera totalmente gratuita y en otros se pedirá alguna contribución. Mientras que para acceder a la salud pública dependerá de forma similar, se deberá estar inscrito en un registro determinado, local o nacional, y podrá ser total o parcialmente financiado por el Estado y donde las personas igual podrían pagar algún tipo de cuota parcial por los servicios. Estos programas suelen ser de carácter universal.

Existen otra clase de bienes que también distribuye el Estado pero de coberturas más limitadas. Por ejemplo, en algunos países como en Estados Unidos, se suele entregar una serie de vales que son intercambiables por alimentos o comidas entre la población con menores ingresos. Este tipo de programa, además del obligado registro, requiere adicionalmente cumplir con una serie de requisitos para poder acceder a los bienes públicos, que en este caso son los vales.

También, existen programas de entrega de recursos condicionados como el Programa de Asistencia Nutricional Suplementaria (SNAP por sus iniciales en inglés) en los Estados Unidos, el programa Tayssir en Marruecos o en México con Progresa/Oportunidades/Prospera, donde se entregaban recursos a niños de educación primaria a cambio de que cumplieran con determinado porcentaje de asistencia a clases. De esta forma, el Estado creaba incentivos para que las familias con menores recursos siguieran mandando a sus hijos a la escuela (con los beneficios que pudiera tener la educación en el mediano plazo) y con esto tener un ingreso adicional. 

En todos los casos anteriores, los diferentes programas y bienes públicos tienen no solo el costo en sí del servicio o producto entregado, sino que carga con costos de operación. Levantar y mantener censos y registros tiene un costo; revisar y actualizar los registros de manera periódica tiene otro costo; hacerle llegar los bienes a las personas tiene otro costo. 

De acuerdo con Abhijit V. Banerjee y Esther Dulfo en Buena economía para los tiempos difíciles, el costo de trasladar 100 pesos a las familias beneficiadas en los programas en México ascendía a 10 pesos. De manera proporcional, mientras más precisos queramos los programas, mientras más detalladas las reglas, los costos de operación se elevan en un 10% o más. O, si queremos que menos gente tome el programa, elevemos la cantidad de requisitos, como sucedió el año pasado en los Estados Unidos, donde solo podían acceder al seguro de desempleo una de cada diez personas sin trabajo.

En el caso de entrega de dinero, ya sea mediante la modalidad de enviar cheques por correo como en Estados Unidos o a través de tarjetas bancarias como en México, la cuestión puede ser más sencilla hasta cierto punto, pero más compleja por el número de personas beneficiadas. Bajo diferentes mecanismos, lo cierto es que los programas son de uso amplio en el mundo.

Banerjee y Dulfo señalan que “en el 2014, ciento diecinueve países en desarrollo habían implementado alguna clase de programa de asistencia incondicional en forma de dinero y cincuenta y dos países tenían programas de transferencias de dinero condicionadas para hogares pobres. En total mil millones de personas en países en desarrollo participaron en al menos uno de ellos”. Es decir, es una práctica común a nivel mundial.

Para abaratar los costos lo más fácil es la asignación directa y universal. Aunque existen algunos mecanismos para racionar la entrega de bienes, como las tasas de uso, la provisión uniforme y las filas, tal y como lo apunta Joseph Stiglitz en La economía del sector público, al ser bienes de asignación universal no debería quedar nadie excluído. Y en este punto la cuestión es ¿universal significa todos los ciudadanos o todos los habitantes? La cuestión no es menor.

Los programas sociales tienen por lo general un destino específico, ya sean los más pobres, los desempleados o los adultos mayores. Pero en el caso de un IBU ¿se deben beneficiar a todos los que están en rangos de la población económicamente activa o también a los adultos mayores y a los menores de edad? ¿Se deben extender los beneficios a toda la población al mismo tiempo o de manera diferenciada?

Las diferencias son importantes. Ciudadanos implica a todos los mayores de edad con residencia comprobada, mientras que habitantes puede implicar a menores y población migrante, mientras que población económicamente activa es un rango menor. Lo ideal sería tener recursos suficientes como para abarcar a toda la población. Pero, por ejemplo, retomando a Banerjee y Duflo, si se le dieran mil dólares mensuales a cada estadounidense, se necesitarían 3.9 billones de dólares anuales. 

Por su parte, Philippe Van Parijs y Yannick Vanderborght en Ingreso básico, plantean un monto específico para el IBU. Señalan que “conviene tener en mente una cantidad que sea suficientemente moderada como para que nos atrevamos a suponer que es sustentable y también suficientemente generosa como para pensar que tendrá un gran impacto”. En este sentido, lo ideal sería destinar el 25% del PIB per cápita. Con esta fórmula, con datos de Banco Mundial, en Estados Unidos se destinarían 1,360 dólares mensuales mientras que en México serían 207 dólares mensuales.

Si se aplicara una cuarta parte del PIB per cápita a nivel mundial para un IBU, se darían $238 dólares por persona al mes. Para ponerlo en perspectiva, en México un IBU otorgaría unos $4,150 pesos mensuales más o menos lo que contempla el programa Jóvenes Construyendo Futuro, el cual pasó de repartir apoyos de $3,748 pesos mensuales a $4,310 pesos mensuales (unos $215 dólares) para este año.

Suponiendo que existe un acuerdo para echar a andar un IBU y exista consenso en que el mínimo sea el 25% del PIB per cápita, las siguientes preguntas son: ¿Qué sucederá con los actuales programas sociales y de apoyo de los gobiernos? ¿Deberá ser un programa permanente o le estableceremos plazos? ¿De donde saldrá el dinero? ¿Se crearán nuevos impuestos? ¿Es económicamente sustentable en el mediano plazo? ¿Habrá voluntad política entre los diferentes actores? ¿Cómo hacerle para evitar que los polizones o gorrones se aprovechen del programa? ¿Sería apoyado por la sociedad? Para esta última pregunta existe antecedentes contradictorios. 

Van Parijs y Vanderborght nos dicen que en encuestas referentes a si la población apoyaría un IBU, la respuesta fue que un 40% de la población de Dinamarca la consideraba una buena idea en 1994, en 2002 la idea era apoyada por el 63% en Finlandia y el 46% en Suecia, en Estados Unidos solo un 11.5 se manifestó a favor en 2011, en Canadá el 46% apoyaba en algo la idea en 2013, mientras que en Francia el 60% estuvo a favor en 2015. En Suiza se realizó el ejercicio más serio al llevarse a cabo un referendum nacional durante 2016 donde la medida fue rechazada al ser apoyada sólo por el 23% de la población. 

Hay que realizar todo tipo de estudios, cálculos y debates del amplio espectro de factores a favor y en contra del IBU. Ahí donde confluyen cálculos financieros, aspectos éticos, jurídicos, teóricos, políticos, queda espacio para uno de los temas más sensibles, el papel de la mujer. En este sentido, el IBU podría significar una reivindicación de las libertades y derechos de la mujer. En general, dentro de la población económicamente activa, el sector que tiene índices más altos de desempleo y de bajos salarios es el de la mujer. Otorgar un IBU podría mejorar las condiciones de vida, impactaría en dejar atrás la dependencia económica al tener un ingreso propio y permanente, le daría margen de maniobra para no quedar atrapada en matrimonios y relaciones no deseadas.

Un ingreso propio no solo hace más fácil deshacerse de una pareja que no nos convence: también facilita renunciar a una vida laboral insatisfactoria” destacan Van Parijs y Vanderborght, o como de manera más sencilla lo describe Virginia Wolf en Una habitación propia: “una mujer debe tener dinero y una habitación propia para poder escribir novelas… ya que las mujeres siempre han sido pobres, no sólo durante doscientos años, sino desde el principio de los tiempos. Las mujeres han gozado de menos libertad intelectual que los hijos de los esclavos atenienses. Las mujeres no han tenido, pues, la menor oportunidad de escribir poesía. Por eso he insistido tanto sobre el dinero y sobre el tener una habitación propia”.

Quizá un IBU les dé una habitación propia.

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