Tiempo, arte y civilización

Tabula Raza

El fin de año y las fiestas decembrinas son momentos especiales, donde por un momento nos olvidamos de los males que nos aquejan y nos enfocamos en los aspectos positivos de la vida.

Uno de ellos es el arte. Si algo ha compartido la humanidad desde sus inicios es su inclinación al arte. Muchos los relacionan con museos o con algunas de las obras más famosas, como La creación de Adán que pintara Miguel Ángel en la Capilla Sixtina. Otros lo relacionan con el mercado actual del arte donde algunas obras alcanzan precios estratosféricos y sólo un puñado de personas en el mundo las pueden adquirir, y en no pocas ocasiones los compradores permanecen anónimos. También, hay quien considera que el arte “de antes” es mejor que el arte contemporáneo (lo mismo que se dice del cine, costumbres, comida, etc.), sin contar quienes lo consideran superfluo o, incluso, por usar el vocablo despectivo de moda, neoliberal, una expresión más del capitalismo.

Lo cierto es que el arte se relaciona con la belleza, y ese es un criterio totalmente subjetivo. Ya lo apuntaba Umberto Eco en Historia de la Belleza, “Bello (al igual que gracioso, bonito, o bien, sublime, maravilloso, soberbio y expresiones similares) es un adjetivo que utilizamos a menudo para calificar una cosa que nos gusta”. Es decir, hablamos de belleza sobre una percepción personalizada que puede estar más o menos generalizada, como muchos consideran una belleza a Nicole Kidman o George Clooney. 

Pero, continua Eco, “si reflexionamos sobre la postura de distanciamiento que nos permite calificar de bello un bien que suscita en nosotros deseo, nos damos cuenta de que hablamos de belleza cuando disfrutamos de algo que es en sí mismo independientemente del hecho de que lo poseamos”.

La belleza nos impacta porque se sustenta en la proporción, armonía, luz, color, simetría y nos hace contemplarla ahí donde la encontremos, no sólo en el arte, sino también, como lo señalan Leon M. Lederman y Christopher T.Hill en su libro La simetría y la belleza del universo, la encontramos de igual manera en la música, la naturaleza y, para espanto de muchos, en las matemáticas y en la física donde hasta las teorías más complejas son simétricas.

Sin embargo, no siempre el arte ha sido belleza. En sus orígenes era “una magia, una ayuda mágica para dominar el mundo real pero inexplorado, (donde) se combinaban en forma latente la religión, la ciencia y el arte” nos dice el filósofo Ernst Fischer en La necesidad del arte. Los primeros trazos realizados en las paredes de cuevas en Francia y España en un período indeterminado entre los 15,000 y 10,000 años antes de la era común (a.e.C.), demuestran que la necesidad y el deseo de expresar el mundo que nos rodea no es algo nuevo.

Debemos tener presente que el arte también es una máquina de tiempo y un manual para entender otros tiempos. La historiadora Mary Beard nos dice en su libro La civilización en la mirada que es imposible definir el concepto de civilización, pero es fácil de entender por medio del arte, dado que “lo que vemos es tan importante para nuestra comprensión de la civilización como lo que leemos u oímos”.

Así, el arte nos sirve para entender otras épocas y quizá los museos sean los mejores medios. Existen museos de todo: de historia natural, nacionales de arte, los de arte moderno, arte contemporáneo, sobre alguna corriente o periodo en específico como el arte virreinal, barroco, egipcio, prehispánico, caricatura, inquisición, así como hay museos del futbol, del cine o del rock, y mucho más. 

No es de extrañar la percepción generalizada de considerar al arte como un equivalente a lo que existe en un museo. Para E.H. Gombrich, en La historia del arte, el que quizá es el libro más influyente sobre el tema, nos dice que “no existe el Arte (con A mayúscula). Tan solo hay artistas”, porque el arte (con a minúscula) “puede significar muchas cosas distintas en épocas y lugares diversos”. Tiempo, arte y civilización van de la mano. Si igualamos al arte con un museo, lo mismo podemos admirar un meteorito o un esqueleto de un mamut, un Rembrandt o un Diego Rivera, el calendario de sol azteca o la tumba de Tutankhamón, el Pensador de Auguste Rodin o el tiburón en formol de Damian Hirst, una caricatura de Posada o un mural de Siqueiros, una playera de Hugo Sánchez o una guitarra de Chuck Berry, el guión original de Odisea 2001 o la Biblia de Gutenberg.

Como podemos observar en el recuento anterior, todos los objetos son valiosos de una u otra forma, pero su elaboración es diferente. Algunos objetos se recolectaron de la naturaleza mientras que otros obedecieron a la sensibilidad y maestría del artista y unos más son productos manufacturados o artesanales pero su valor se lo da su portador o la lejana época en la que fue elaborado.

Estos últimos son los que nos acercan al arte. Los viejos aparatos que usaban nuestros antepasados, con el tiempo se vuelven piezas valiosas de exhibición y dignas de admirar como, por ejemplo, las primeras máquinas de escribir o de coser que nos permiten conocer la civilización de ese momento, son equivalentes a los utensilios de viejas civilizaciones que se exhiben en cualquier museo.

Ahora bien, si entendemos que el arte puede ser al mismo tiempo un medio para ver el pasado y un referente estético, en ese momento podemos comprender que está más a nuestro alcance de lo que creemos y que de hecho lo tenemos en nuestras casas. Nadie en el mundo puede tener en su sala la “Mona Lisa” o la “Última Cena” de Leonardo da Vinci, pero muchas casas tienen alguna reproducción para adornar sus paredes. Sin la necesidad de querer vivir en espacios no solo funcionales, sino también agradables y estéticos, la arquitectura no se complementaría con el diseño de interiores o el urbanismo.

En este sentido, no hay mejor manera de ver la conjunción de tiempo, arte y civilización que en el diseño, caótico o planificado, y en los edificios de las ciudades. Visitando Atenas podemos viajar hasta la acrópolis del siglo V a.e.C., o en México nos trasladamos a los siglos V-VI al visitar las pirámides de Teotihuacán.

Aunque esos sean algunas de las grandes civilizaciones cuyos vestigios han sobrevivido y podemos apreciar, las ciudades de hoy en día tienen algún significado y belleza intrínseca. Ya sea en una moderna ciudad diseñada como Brasilia o el desordenado Hanoi se puede sentir ese espíritu del que hablaba David Hume en Ensayos políticos, “Cuánto más avanzan las artes refinadas, tanto más sociales se vuelven los hombres”. No sólo es una cuestión estética, sino que contribuye al proceso de socialización.

Además del trazo urbano, lo que distingue a buena parte de las ciudades son sus santuarios religiosos, ya sea el templo hinduista de Angkor Wat en Camboya, la mezquita minimalista de Sancaklar de Estambul o la catedral gótica en Colonia. En años recientes hemos visto como también la obsesión estética se ha trasladado a otras edificaciones. Ya sean museos como Guggenheim de Bilbao, la pirámide de cristal en el patio del museo del Louvre en París y el Soumaya en México reciben visitas sólo interesadas en conocer sus exteriores. A los tradicionales rascacielos como el Empire State de New York, el Burj Al Arab (“la vela”) en Emiratos Árabes Unidos o las torres Petronas en Malasia se les agregan los nuevos estadios deportivos como el Nido de Pájaro en Beijing, Wembley en Londres o el moderno SoFi en Los Angeles, donde se combina arquitectura, deporte y tecnología.

Sería un error suponer que solamente en las gigantescas obras o en las grandes ciudades se dan la mano el tiempo, arte y civilización. En México, por ejemplo, basta recorrer los pueblos mágicos o los barrios y colonias donde en cada detalle de color o de diseño, encontraremos espacios magníficos. Esta experiencia se pude replicar prácticamente en todo el mundo. Por eso, mientras llegan los tiempos donde recorrer el mundo vuelva a ser posible, admiremos nuestro alrededor y descubramos que, como lo dice Platón en El banquete, “si por algo tiene mérito esta vida es por la contemplación de la belleza absoluta”.

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