Reflexiones en torno a las elecciones

Tabula Rasa

Las elecciones en Estados Unidos nos han dejado una serie de reflexiones en torno a la democracia y su funcionamiento.

La primera de ellas es que, como toda obra realizada por la humanidad, por más buena o perfecta que sea en su momento, tarde que temprano le llegará una etapa de revisión. Por ejemplo, cuando el Papa Pío IV decidió que se cubrieran los desnudos de las pinturas de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina por considerarlos obscenos o la actual tendencia para que las películas de Hollywood incorporen personajes de las minorías, incluso a costa de la coherencia narrativa en aras de la inclusividad.

La democracia no escapa de ser un concepto en constante revisión, al igual que el marco legal en el que se desarrolla. Así, en estos días mucha gente se pregunta por qué existe eso llamado Colegio Electoral en los Estados Unidos y cuál es su finalidad. O de manera más precisa, por qué no son como las demás democracias donde quien obtiene la mayoría de los votos de la población es quién gana. Para tratar de entender lo anterior, hay que remontarnos a 1787 cuando se reunió la Convención Constituyente.

De acuerdo con lo apuntado por Robert Dahl, en un trabajo más que imprescindible en estos momentos, ¿Es democrática la Constitución de los Estados Unidos?, el surgimiento del Colegio Electoral no fue producto de una iluminación ni fue adoptado tras una aclamación unánime, vaya, esto no sucede ni con la elección de un nuevo Papa por parte del Colegio Cardenalicio. Como toda ley y como toda constitución, es producto de su tiempo y de sus personas. 

Los sistemas parlamentarios no existían al momento en que se redactó la Constitución de los EU. Sin ese referente, y al no ser una monarquía que heredara el poder a un sucesor, quedaban sólo dos opciones: elegir al presidente por medio del voto popular o que el Congreso fuera quien lo designara. La primera opción fue rechazada de manera abrumadora, mientras que la segunda, que parecía ser la medida que se adoptaría, empezó a ser cuestionada por el peligro de que al elegir el Congreso al presidente se creara un vínculo de sumisión o control, debido a que su puesto se lo debería a los legisladores y no a los ciudadanos y podría generar algo que ahora llamamos, conflicto de intereses.

Ante este escenario, señala Dahl, y por el cansancio de más de tres meses de discusiones, se opta por una medida intermedia, la de que cada estado designara a un numero de electores para elegir al presidente, “acaso una medida adoptada menos en la confianza de su éxito que por desesperación”. La ventaja de esta solución nos la explica Alexander Hamilton en El Federalista, donde señala que de esta forma elegirían al presidente “los hombres más capaces de analizar las cualidades que es conveniente poseer para ese puesto, quienes deliberarán en circunstancias favorables y tomarán prudentemente en cuenta todas las razones y alicientes que deban normar su selección”.  Por desgracia, lo que prevalece en los últimos años es una obediencia ciega al partido político donde la deliberación no existe.

El tiempo y la realidad han exhibido los límites del mecanismo de elegir un colegio electoral. En poco más de 200 años, solamente en tres elecciones había resultado electo como presidente el candidato que obtuvo menos votos a nivel nacional. En los últimos 20 años, esto mismo ha ocurrido en dos ocasiones, y quizá sean tres en espera de los resultados definitivos de esta elección. Así gane Biden y se confirmen los 4 millones de votos de ventaja sobre Trump, la elección sigue pendiendo de un hilo. Es evidente el agotamiento del modelo.

La democracia debe ser más sencilla, gana quien más votos obtenga y a partir de esta premisa se pueden implementar sistemas electorales directos, proporcionales o de segundas vueltas si es que en una primera elección nadie obtiene una mayoría clara. Paradójicamente, mientras que en México las reformas a las leyes electorales se suceden elección tras elección en un intento por dar certidumbre, sin conseguirlo, en Estados Unidos permanece intocable su esquema electoral.

El siguiente paso debe ser cómo le hacemos para que en estos gobiernos donde el ganador se lleva todo, incorpore a la población que votó por opciones distintas. Debemos caminar hacia sistemas donde los perdedores no sean excluidos completamente, porque representan entre el 50 y el 60% de los electores.

La segunda reflexión surge al ver los votos obtenidos por el presidente Trump. Es de sobra conocido que emplea de manera frecuente y constante la post verdad y los fake news. Por ejemplo, el diario El País ha señalado que Trump dice en promedio 4.6 mentiras al día, mientras que The Chicago Tribune apunta que en 800 días, Trump ha dicho más de 10 mil mentiras. Para el filósofo Peter Sloterdijk, en las Epidemias políticas, la frase que caracteriza a nuestra era es la de “el embaucador se convirtió en el espíritu del mundo”, teniendo como máximo expositor a Trump a quien considera que “pasará a la historia reciente de la civilización como el ejemplo de cómo el cinismo de arriba se encuentra con el cinismo de abajo”.

Madeleine Albright, quien fuera Secretaria de Estado durante 1997 y 2001, señala en su reciente libro Fascismo. Una advertencia, que la demagogia de Trump está llena de “afirmaciones escandalosas, plagada de tonterías y sus argumentos están diseñados para explotar las inseguridades y provocar los resentimientos” y que cuando presenta un “sombrío análisis es aclamado por aplausos y silbidos por los norteamericanos que, por una razón u otra, se sienten agraviados”. Mientras que por su parte, Corey Robin en La mente reaccionaria, señala que “la inconsistencia es desde hace mucho tiempo el estilo de Trump”, a “quien no le da miedo un poco de caos o desorden, (ni) tampoco le preocupa ofender. Tiene tantas ganar de desafiar las normas de la corrección política como las del imperio de la razón”. 

Si bien es cierto, como ya hemos mencionado en otra ocasión, que los tiempos de campañas electorales sirven para prometer el cielo en la tierra, tenemos en Trump una persona que miente o falsea deliberadamente con el fin de provocar y fortalecer sus apoyos que están dispuestos a creerle ciegamente. Es más, para su reciente campaña de reelección ni siquiera se tomó la molestia de presentar un programa de trabajo, ni promesas específicas, solamente el compromiso y su palabra de que todo iba a estar mejor.

La pregunta es ¿por qué la gente votó por Trump? El gran politólogo Giovanni Sartori, en una de sus últimas obras. La democracia en 30 lecciones apuntaba con cierta pesadumbre que “el público en general nunca está muy informado, no sabe gran cosa de política y no se interesa demasiado por ella”. Pese a esto, el día de la elección es el gran momento de participación política colectiva. Es la ocasión para elegir al representante, para decidirnos por una u otra opción política, y que, como señala Sartori, básicamente lo haremos sin estar demasiado informados o lo hacemos de la forma que señala Manuel Castells en Comunicación y poder, cuando en las elecciones “los ciudadanos toman decisiones gestionando conflictos (a menudo inconscientes) entre la situación emocional (qué sienten) y su situación cognitiva (qué saben)”.

Sobra decir que en Estados Unidos y en buena parte del mundo, las elecciones son dominadas por la situación sentimental, no por la información ni por los saberes. Es necesario recuperar y actualizar lo que Dahl apuntaba en La democracia. Una guía para los ciudadanos, en el sentido de que la democracia requiere de una comprensión ilustrada sobre las políticas y sus posibles consecuencias.

Sin la comprensión ilustrada, el mundo seguirá eligiendo por sentimientos y no por saberes, y las consecuencias son funestas, tal y como lo expresó Philip Roth (quien entre otras cosas ganó un premio Pullitzer y el premio Príncipe de Asturias) en su hilarante sátira sobre la presidencia de Richard Nixon, Nuestra pandilla, a quien le atribuye las siguientes palabras: “Mi paso por la Casa Blanca fue breve, sí, pero estoy firmemente convencido de que, mientras duró, conseguí mantener y perpetuar todo lo que había de malo en la vida norteamericana cuando accedí al poder. Más aún, creo que puedo afirmar sin temor a equivocarme que conseguí sentar las bases de nuevas modalidades de opresión e injusticia, sembrando la semilla del rencor y el odio entre las razas, las generaciones y las clases sociales, todo lo cual es de esperar que emponzoñe la existencia de los norteamericanos en años venideros”. ¡Cuánta vigencia hay en esas palabras!

Back to top button