El ritual electoral

Tabula Rasa

Cuando se le pregunta a prácticamente cualquier gobernante en el mundo, cuál es la legitimidad de su cargo, es decir, cuál es el consenso de la mayoría de la población para justificar su presencia en el poder sin tener que recurrir al uso de la fuerza, sin dudarlo, la invariable respuesta es justamente que esa mayoría del pueblo votó por él. La justificación democrática está siempre presente, aunque sea más que cuestionable.

Por ejemplo, en 2011 surgió en Túnez el movimiento llamado Primavera Árabe, y a raíz de ese movimiento encabezado por jóvenes y organizado a través de las redes sociales, se creaba la ilusión de que la democracia y un orden social más igualitario estaba al alcance.

Quienes veían el documental The Square de 2013 se contagiaban por el entusiasmo que transmitían los jóvenes egipcios organizadores de las protestas en la Plaza Tahrir en contra del presidente Hosni Mubarak. Tan es así que no faltaron aquellos que nombraron a la protesta de los estudiantes de la universidad Iberoamericana en 2012, denominada #Yosoy132, como la Primavera Mexicana. 

Sin embargo, la realidad no caminó del lado de la ilusión. Ni el movimiento #Yosoy132 trascendió al escándalo mediático temporal, ni la Primavera Árabe terminó en una democracia. Tras la caída de Mubarak, llegó un gobierno militar y en cuatro años tuvieron cuatro presidentes distintos, golpes de Estado, prohibición del Partido Musulmán y llegada al poder del líder militar Abdelfatah Al-Sisi con el 97% de los votos. 

En 2018 pudimos ver cómo funcionan las elecciones en el mundo. Al-Sisi nuevamente se presenta a elecciones compitiendo contra un abierto simpatizante suyo y ganando, curiosamente, otra vez con el 97% de los votos. Ese año también fue reelecto Vladimir Putin en Rusia con el 77% de los votos y la Asamblea Popular de China votó de manera unánime por la reelección de Xin Jiping. Lo anterior nos demuestra que algo anda mal cuando las elecciones otorgan, o pretenden otorgar, legitimidad al gobernante. 

Las elecciones son concebidas como el momento en el cual mediante nuestros votos elegimos a nuestros representantes y/o gobernantes. Sin embargo, las elecciones distan mucho de ser perfectas. El primer problema que tenemos con las elecciones es con la representatividad.

En un principio, esto se solventaba con la aparición de partidos políticos, los cuales tenían una ideología bastante clara en cuanto al tipo de gobierno que se debería tener. En este sentido, no importaba tanto el nombre del candidato porque sabíamos que representaba a un partido con posturas más o menos claras, desde el nombre mismo.

En México sabíamos, por ejemplo, que el Partido Acción Nacional tenía una ideología conservadora, católica y sus candidatos seguirían esa línea, mientras que en el Partido Comunista la línea era la revolución del proletariado. 

Con el tiempo, la ambición por ganar elecciones llevó a que los partidos políticos perdieran ese norte ideológico que les daba identidad y pasamos a la era de los candidatos. De tal forma que no es sorpresivo ver en nuestro país a candidatos que han pasado por todo el espectro político que cuando se presentan a elección, ya no sabemos por cuál partido está compitiendo.

Basta echarle un vistazo a los currículos de varios que están en el Congreso o en el Gobierno para comprobar lo anterior. Y eso que no hablamos de la proliferación de partidos llamados elegantemente por Angelo Panebianco en Modelos de Partido como catch all. Es decir, que reciben a los tránsfugas de otros partidos y que se reciclan una y otra vez, y ya no sabemos si los candidatos representan al partido o a sí mismos.

Esto nos lleva a otra cuestión: los candidatos. Antiguamente, nos decía ese brillante y agudo filósofo Erasmo de Rotterdam, en la Educación del Príncipe Cristiano, que “en la navegación el timón no se le confiere a quien aventaja a los demás por su nacimiento o riquezas o aspecto físico, sino a quien es superior en su pericia para el pilotaje…así el reino debe serle confiado preferentemente a quien es superior a los otros en sus dotes regias: sabiduría, justicia, moderación de ánimo, previsión y celo del bienestar público”.

Nada más alejado de nuestros tiempos.

Desde no hace mucho tiempo son electos cómicos, músicos, artistas, deportistas, empresarios, que se presentan a sí mismos como diferentes a los políticos tradicionales. Lo que tienen en común y que es una de las características de las elecciones hoy en día, es el control de los sentimientos.

En una primera etapa, fue mediante la difusión de sentimientos en las campañas políticas. Era de menor importancia en términos de penetración del mensaje, un mitin, por muy concurrido que fuera, que un comercial. Baste recordar el impacto que tuvo el sentimiento negativo de la campaña en 2006 el mensaje de “un peligro para México”. 

De tal forma que, como lo explica Manuel Castells en Comunicación y poder, “la gente vota por el candidato que le provoca los sentimientos adecuados, no al que presenta los mejores argumentos”. En las elecciones modernas lo que destaca es la insistencia en el discurso de “confíen en mí” como un acto de fe y no como una consecuencia de un proceso cognitivo. Tan es así que la campaña que está llevando Trump para buscar la reelección ni siquiera tiene un proyecto de gobierno, no se requiere, se está vendiendo una imagen no un argumento.

Lo anterior nos lleva al camino donde la política se vuelve un espectáculo muy caro. Hoy los candidatos se construyen a partir de rasgos específicos que puedan impactar en las preferencias de la sociedad. Ya sea destacando rasgos de inteligencia, sensibilidad, presencia física, afabilidad, liderazgo, firmeza y cuantas más puedan generar sentimientos en la gente. Aquí no importa si el candidato (o el gobernante electo) no posea eso rasgos, sino que haga creíble la oferta y pueda venderle al electorado el producto, perdón, su candidatura. 

De tal forma que lo importante ahora es ganar el mercado electoral inundándolo de publicidad, por lo que, como nos dice Sergio Fabrinni, en El ascenso del Príncipe democrático, “con la revolución tecnológica se pasó de una política electoral de mucho trabajo a una de mucho capital”. Luego entonces, el dinero ocupa el lugar más importante en una campaña, más de lo que debería de ser. No por nada, en las elecciones de Estados Unidos, donde el financiamiento de la campaña es privado, el dato del candidato que más dinero va recaudando es sinónimo de triunfo en las urnas.

Lo anterior nos está llevando a cuestionar gravemente la legitimidad de los gobiernos que hablamos al principio. David Van Reybrouck ha señalado en su obra Contra las elecciones, que existen tres síntomas de esta crisis de legitimidad: cada vez votan menos personas, la votación es más fluctuante y los partidos políticos tienen menos miembros.

En México, los índices de abstención se han mantenido estables en los últimos 20 años. Mientras que en las elecciones presidenciales desde el 2000 el porcentaje medio de abstención es de 36.50% (cabe mencionar que la elección presidencial de 1994 es la que menos abstención ha registrado con 22.84%), en las elecciones federales intermedias se dispara a una media de 55.20%. A manera de comparación, estamos en el lugar 15 de 18 países en América Latina en cuanto a participación en elecciones presidenciales recientes.

El siguiente punto que trata Van Reybrouk es la votación fluctuante. En las últimas tres elecciones presidenciales hemos tenido ganadores de tres partidos políticos diferentes, lo que demuestra esta volatilidad del voto. Al actual presidente había tenido una votación promedio de 34% en 2006 y 2012, mientras que en 2018 subió al 53.19%, lo que en votos totales significa que pasó de 15 millones a los famosos 30 millones de votos (por cierto, los votantes que se abstuvieron de ir a las urnas en 2018 fueron 32 millones de ciudadanos). Es decir, 15 millones de votos fluctuantes.

El último síntoma es el de que los partidos políticos tienen menos miembros activos. La Comisión de Prerrogativas y Partidos Políticos del INE señala en su reporte oficial de este año que el PRI pasó de tener 6.5 millones a 1.5 millones de afiliados, mientras que Morena, con todo y los 30 millones de votos, pasó de tener registrados a 317 mil a 278 mil afiliados. En total, los partidos políticos en su conjunto disminuyeron de 13.5 millones de afiliados a solo 4.2 millones.

A lo anterior hay que agregarle que la ciudadanía percibe que las elecciones (y los políticos) no sirven, todos son iguales, dividen a la sociedad, solo ven por sus intereses y todos son una bola de corruptos. Los candidatos hacen promesas de todo y para todo. Los candidatos fingen, mienten, engañan, posan, al tiempo que se dedican a desprestigiar a los contrarios y evadir o tratar de cambiar las reglas a su favor. Tal pareciera que el manual de campaña debe contener los siguientes verbos para todos los discursos: unidad, armonía, consenso, cooperación, crecimiento, traidores, enemigos, corruptos. 

Las elecciones nunca son del todo justas, limpias y racionales. Las elecciones siguen siendo un ritual que no está exento de paradojas. Todos reniegan de ellas, pero la gente sigue acudiendo a las urnas. Se considera que cualquiera que sea el resultado no tendrá mayor impacto positivo en la vida diaria, pero la mitad o más se quejan de que haya ganado otro candidato.

La insatisfacción por los resultados no significa descalificar el ritual electoral. Tal vez solo nos queda lo señalado por Italo Calvino en La jornada del escrutador: “en política como en todas las cosas de la vida, y para quien no sea un necio, solo cuentan dos principios: no hacerse demasiadas ilusiones y no dejar de creer que cualquier cosa que hagas puede servir”.

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