Tabula Rasa

El Estado que falla

A lo largo de la historia reciente, la que abarca el siglo XX y lo que llevamos del actual, algunos cambios en la identidad y funcionamiento del Estado han coincidido con la conclusión de etapas de violencia local o global. Por ejemplo, se considera que al llegar a su conclusión la Primer Guerra Mundial dio paso al nacimiento y consolidación de una nueva era marcada principalmente por el surgimiento de los estados de corte fascista en Italia y Alemania. Este periodo, que por fortuna fue muy corto, llegó a su conclusión cuando finaliza la otra gran confrontación militar, la Segunda Guerra Mundial, dando origen a las dos formas de organización que marcarían la segunda mitad del siglo anterior, por una parte el Estado Socialista encabezado por la URSS y por la otra, el surgimiento del Estado de Bienestar en Gran Bretaña y los Estados Unidos.

Hay otros factores que no están ligados necesariamente a hechos bélicos y que afectan directamente el desarrollo del Estado. En occidente, la profunda crisis económica de los años 70, derivada principalmente por los problemas de la llamada crisis global del petróleo, dio inicio a una serie de replanteamientos sobre el papel que debería desempeñar el Estado. La falta de crecimiento aunado a una gran deuda fue el detonador para que en los años 80 iniciara el proceso de desmantelamiento del Estado de Bienestar en pro de un estado mínimo, tal y como lo planteaba en su momento el sociólogo francés Michel Crozier en su libro Estado modesto, Estado moderno. Esta nueva conformación del Estado que muchos llamarían neoliberales por estar sustentado en dichas políticas económicas inició en Inglaterra y Estados Unidos y de ahí a toda la zona de influencia en occidente, principalmente a buena parte de los países latinoamericanos de forma impositiva.

El Estado socialista se fue desmoronando de manera lenta a partir del quiebre económico de la URSS. El fracaso en Afganistán, el escándalo en Chernóbil, la insuficiencia de las medidas de la Glasnost y la Perestroika fueron mermando la legitimidad de las élites gobernantes hasta llegar al punto de quiebra. Lo anterior vino acompañado por las luchas en pro de libertad a través de las luchas del sindicato Solidaridad encabezado por Lech Walesa en Polonia y la caída del Muro de Berlín. Lo que sustituyó al Estado socialista fue una versión del Estado Neoliberal.

El modelo que surgió a partir de esta combinación de países occidentales con profundos déficits económicos en los años 70 y 80, y el desmantelamiento de una férrea élite en los países de la Europa Oriental, que tenían unas economías quebradas, condujeron hacia una nueva configuración del Estado, tuvo las siguientes tres características básicas: un aparato de gobierno reducido en cuanto a su tamaño y alcances; un sistema político basado en el espíritu democrático; y una estructura económica de libre comercio impulsada por un desarrollo tecnológico que permitía la interconexión financiera, productiva y comercial inmediata, donde el Estado dejó de ser el gran guía del crecimiento para cederle esa labor a las fuerzas del mercado. La triste paradoja es que con el paso del tiempo, como señalan Krastev y Holmes en su magnifico La luz que se apaga. Cómo occidente ganó la Guerra Fría pero perdió la paz, nos hemos dado cuenta que el liberalismo ha terminado siendo víctima del éxito proclamado tras la Guerra Fría.

A partir de los años 90, o como los llamara Stiglitz en su libro, Los felices 90. La semilla de la destrucción, el libre mercado imperó con toda su fuerza. Uno de los sectores más favorecidos por la decisión de un mundo que optaba por los acuerdos e integraciones económicas, fue el sector comercial. La creación de la Organización Mundial de Comercio el 1 de enero de 1995, fue eliminando las barreras arancelarias dando paso a cadenas de producción multinacionales que disminuyeron el costo de las manufacturas e hicieron del mundo una fábrica mundial. La revolución en las tecnologías de la información trajo consigo un mundo global e instantáneo. La globalización afectó a la sociedad entera en todos los aspectos.

A la par, el Estado decidió retraerse de la regulación financiera dejando el campo libre para un crecimiento desenfrenado donde, curiosa paradoja, el capital explotaba al capital. El gran crecimiento de la riqueza no fue provocado en su mayoría por el incremento de la productividad sino por los mercados de riesgo que desarrollaron instrumentos financieros cada vez más sofisticados y difíciles de detectar por un estado que había decidido retraerse. La crisis financiera que devino en una crisis económica global en 2008 le enseñó al mundo que un mercado financiero sin regulación ni vigilancia era jugar a la ruleta rusa. La importancia del Estado quedaba vigente, pero como suele pasar con algunos alumnos o con algunos maestros, la enseñanza no dejó aprendizaje y ese mercado financiero sigue sin tener una adecuada regulación. El riesgo de otra crisis ocasionada por los excesos de ese mercado estaba latente, eso sin considerar los efectos nocivos aparejados a la creciente concentración de la riqueza, hasta que llegó el coronavirus.

Por años, las discusiones versaban sobre hacia dónde se dirigía el Estado. Al igual que la democracia en su momento se llenó de adjetivos, lo mismo sucedió con el Estado. Del lado negativo se dicen que los Estados son fallidos, frágiles, colapsados o erosionados. Del lado positivo se consideran aún con poderes, capacidades y soberanías fuertes. Robert Rottberg en un artículo llamado Failed States, Collapsed States, Weak States: Causes and Indicators señala, por ejemplo, que más que hablar de un Estado fallido o colapsado, lo que tenemos que reconocer es que estamos ante Estados débiles que son incapaces de poderse reformar para el bien de los ciudadanos.

El desarrollo que ha tenido el Estado en México ha ido más o menos de la mano de lo sucedido en el mundo. Tras la lucha revolucionaria de principios del siglo XX surge en nuestro país el Estado que habría de permanecer por más de 70 años. Entre la opresión y el paternalismo se configuró el ogro filantrópico que nos reseñara Octavio Paz. Teníamos un Estado que guía y castiga a la vez que premia y regala. Sin embargo, el Estado se tuvo que transformar tras la enorme deuda externa que dejaron las políticas económicas de los años 70. El Estado Neoliberal llega a México no por una insana o demoniaca imposición de los Estados Unidos, sino por la propia incapacidad para encontrar salidas y, en la desesperación, aceptar las imposiciones desde Washington.

El Estado se reformaría por completo a partir de los 90. Se vendieron las empresas, se contrajo el aparato burocrático y se redujo el gasto público. El Estado dejó de ser el rector de la economía para tratar de ocupar el papel del árbitro o del promotor. Los grandes mitos que dieron forma al país se vieron transformados: se reestablecieron relaciones formales con las diferentes iglesias, en especial con la católica, se reformó la organización del campo, y el gran enemigo histórico, el país que nos invadió dos veces, que nos quitó la mitad del territorio nacional, el que conspiraba y espiaba, pasó a ser nuestro socio comercial. El vuelco fue económico, pero sobretodo ideológico.

Esta orientación del Estado sacó al país de una crisis para conducirla a otra de diferentes características. Privilegiar el crecimiento para que este fuera el detonante para una mayor equidad en el ingreso y disminuir las desigualdades históricas era el consenso de la época, tal y cual el actual consenso es concentrarse más en la igualdad. Sin embargo, la ruta que está trazando el actual gobierno no lleva a una transformación del Estado por más que se declare lo contrario. En realidad se están reorientando algunos objetivos de gasto (insisto, no se pueden llamar políticas públicas) cuyo impacto será menor de lo que reporta el discurso.

Si las bases del Estado Neoliberal se mantienen en lo general: austeridad y gasto controlado, orientación al libre comercio, equilibrio en las finanzas públicas y hasta el discurso de no endeudarse (aunque en este último punto, nuevamente, una cosa es el discurso y otra la realidad, porque para 2021 el proyecto de Ley de Ingresos considera una deuda interna de 699,125 millones de pesos, algo así como el equivalente al presupuesto conjunto de las Secretarías de Educación, Salud y Bienestar), entonces, ¿cuál transformación? Tenemos que buscarla ni más ni menos que a todo lo que ha sido el otro bastión conceptual de los últimos años, en las libertades que son la base de la democracia: la de expresión, la de tener medios informativos diferentes, la existencia de diferentes polos de poder (que en nuestro país hasta una expresión constitucional han encontrado con los órganos autónomos). Una transformación en las libertades que no es precisamente virtuosa. No tenemos un Estado Fallido, tenemos un Estado que falla.

La crisis pandémica nos ha puesto nuevamente frente a la oportunidad de corregir aquello que el Estado neoliberal no pudo hacer. Es tiempo para que la sociedad y el Estado se fortalezcan mutuamente y logremos encadenar a ese Leviatán como lo han señalado en su reciente libro Daron Acemoglu y James Robinson, El pasillo estrecho. Estados, sociedades y cómo alcanzar la libertad: “Encastrado entre el miedo y la represión que infligen los Estados despóticos y la violencia y la anarquía que surgen en su ausencia, hay un pasillo estrecho hacia la libertad. En el pasillo, el Estado y la sociedad no solo se enfrentan, también cooperan. Esta cooperación genera en el Estado la capacidad de proporcionar cosas que la sociedad quiere y fomenta una mayor movilización social para controlar esta capacidad”.

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