El problema de siempre: la ineficacia e improductividad en el Congreso Local y en la Administración Pública

Mucho se ha hablado en columnas pasadas sobre la ineptitud y la ineficacia del grupo mayoritario y de sus partidos satélite en el Congreso Local. Sin embargo, es menester abordar las pesquisas de fondo que hacen que los fenómenos de ineficiencia e improductividad se presenten no sólo en el Legislativo, sino en toda la administración pública. Estos dos problemas que son independientes de los grupos parlamentarios e incluso del partido en poder, siempre se han asomado en todo el sector público. Sin embargo, nunca se da al clavo al momento de analizar el despilfarro de recursos y la ineficacia de los asuntos de la vida pública.

La gestión burocrática se limita a cumplir unas reglas detalladas y establecidas por la autoridad superior. La tarea de todo burócrata en cualquier sector de la administración pública consiste en ejecutar lo que las reglas le marcan hacer. Un burócrata difiere de alguien que no lo es precisamente en que actúa en un campo en el que le es imposible apreciar en términos monetarios el resultado del esfuerzo humano del trabajo, de ahí a que veamos en muchos sectores de la administración pública con nóminas infladísimas a gente que no tiene la capacidad y la productividad marginal para justificar su sueldo o a miles de aviadores colgándose de la nómina de sus instituciones. Este problema explica, en gran medida, los problemas de la productividad en el Congreso de la Ciudad en columnas pasadas: no es posible medir en términos monetarios la productividad del trabajo humano en la administración pública, eso explica la existencia de tabuladores salariales.

Mediante la recaudación fiscal, la administración pública gasta dinero para el mantenimiento de oficinas, para el pago de sueldos, de renta de inmuebles y servicios, pero lo que se obtiene por el gasto (el servicio prestado) no puede apreciarse en términos monetarios como si lo hace el sector privado. Es decir, no hay una señal de pérdidas y ganancias que nos permitan asignar o en su caso administrar de manera eficiente recursos escasos para optimizar su uso, y esto se debe a que la administración pública no es propiedad privada. La apreciación y remuneración del “servicio prestado” depende de la discrecionalidad del gobierno en turno.

En la administración pública el nexo entre el superior y el subordinado es personal, el subordinado depende del juicio del superior acerca de su personalidad o del amiguismo, no de su trabajo.

La esencia del problema es que en toda la administración pública no hay cálculo económico, la propiedad privada permite a las empresas poner precios de mercado a sus bienes y servicios para determinar cuánto, cuándo y hacia donde se va a producir. El sistema de precios es una guía que permite a las empresas privadas asignar recursos escasos de manera eficiente para optimizarlos y remunerar el trabajo de cada obrero con base a su productividad marginal.

En la vida privada manda en cálculo de pérdidas y ganancias, en la administración púbica no hay tal método contable, se vive y se depende todos los años de un presupuesto manoseado y negociado por políticos, no hay precios de mercado. En los objetivos de la administración pública no hay conexión entre ingresos y gastos, no se pueden medir en términos monetarios. Los servicios públicos sólo gastan dinero, su fuente es la ley, no las ventas y el beneficio, no hay precio de mercado para los aciertos.

Ese método aplicable a la conducción de asuntos administrativos y cuyo resultado no se refleja como valor contable en el mercado a lo que mejor se conoce como gestión burocrática, siempre tenderá hacia la ineficacia, al derroche y a la improductividad, justo por la ausencia de propiedad privada y calculo económico. Pero, en fin, nuestros políticos y burócratas pueden “seguir haciendo patria” y como bien dicen: los gabinetes pasan, pero la administración continúa.

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