Pueblo vs sociedad

Los últimos años hemos presenciado un cambio sutil en las palabras que han pasado desapercibidas. El discurso político siempre tiene un destinatario específico. Durante las campañas electorales se le habla primero a las clientelas y luego intentan atraer a los indecisos. Una vez en el gobierno, deben hablarles, en teoría, a todos. Pero lo que dicen las palabras ha cambiado. Como decía el viejo maestro Sartori en La Política (obra básica para todo aquel que quiera adentrarse en los terrenos de la Ciencia Política), “a cada palabra le corresponden muchísimos significados” por lo que “con demasiada frecuencia, no nos entendemos; al utilizar los mismos vocablos decimos (en apariencia) lo mismo, pero pensamos (en sustancia) otra cosa muy diferente”. Y justo eso estamos viviendo.

Pueblo y sociedad se refieren básicamente a lo mismo, aunque hoy estén enfrentadas. Ambas palabras se utilizan para nombrar a las personas que conforman un país. Se usan de manera indistinta y se mezclan con otras similares como ciudadanos o habitantes. Son conceptos globales. Nadie repara mucho en el uso de uno u otro vocablo. Pero siguiendo lo que dice Sartori, damos por hecho que cuando escuchamos pueblo o sociedad creemos que es lo mismo, aunque en realidad estemos pensando cosas distintas.

El Pueblo es un vocablo que nos viene desde las épocas de la Roma clásica. Marco Tulio Cicerón se preguntaba en el Tratado de la República, “¿Qué es la cosa pública sino cosa del pueblo? Es, pues, cosa común de la ciudad. Pero ¿qué es la ciudad sino multitud de hombres reunidos en un mismo cuerpo y viviendo una vida común?”. Es decir, había una equivalencia entre el todo y el pueblo. Eran la suma de los habitantes de una misma ciudad.

El pueblo se convirtió en el receptor del todo. Era un concepto incluyente, donde convive un territorio, una población, una nación, un gobierno como lo apuntaba Cicerón. Nadie puede estar fuera del pueblo. El pueblo lo es todo. Es presente y es pasado, pero sobre todo, es la promesa de un futuro grandioso. El pueblo es una cosa natural donde con el simple hecho de nacer ya se forma parte de él.

La sociedad, por el contrario, es algo más moderno. La sociedad es una construcción humana. La sociedad es un concepto moderno. La sociedad es un acuerdo racional con valores y fines comunes, agrega Max Weber en Economía y Sociedad. De este modo, a la sociedad no se llega por el simple hecho de existir, sino por el hecho de ponernos de acuerdo en cómo y para qué vamos a vivir. Estos pactos no son escritos en piedra, sino que están en constante adaptabilidad.

Así, podemos reconocer a la sociedad asociada a una constante evolución histórica. Tan dinámico es el concepto de sociedad que lo tenemos que asociar con algún otro concepto, de tal forma que podemos encontrar la sociedad industrial, la sociedad moderna, la sociedad postmoderna, la sociedad del consumo, la sociedad opulenta, la sociedad del conocimiento, la sociedad de la información, la sociedad global, la sociedad líquida y muchas más. La sociedad tiene más adjetivos que la democracia.

Si el pueblo es el todo, y la sociedad es el acuerdo compartido de valores y fines comunes dentro del cual el pueblo se organiza, cómo es posible que digamos que está el pueblo contra la sociedad. Sencillo, por las palabras mismas. Si bien la sociedad sigue representando al universo de ciudadanos de un país, el pueblo ha pasado a considerarse solo una fracción de la misma y viceversa. El pueblo se ha vuelto excluyente y además, tiene una carga moral que antes no tenía, distinguir al bueno del malo, al real del falso. Y para ayudarles a hacer las distinciones se prestan los líderes.

El rechazo a los migrantes en Europa Occidental es azuzado por los líderes que gritan que los provenientes del mundo árabe o sudamericano no son como ellos. Marine Le Pen en Francia, Norbert Hofer en Austria o Recep Tayyid Ergogan en Turquía, representantes del pensamiento más conservador y derechista, si es que todavía vale el concepto, para autoelegirse como “el pueblo”. Hasta Donald Trump se dice identificado con el humilde y pobre trabajador minero o agricultor. Estos líderes se han de visualizar a sí mismos como la pintura La libertad guiando al pueblo de Eugène Delacroix, pero con su imagen por encima de todos.

Aquí es donde radica el falso enfrentamiento. No es que el pueblo esté contra la sociedad, sino que esos líderes de corte populista (como lo han señalado entre otros Jan-Werner Müller, Yasha Mounk, Seteven Levitsjy y Daniel Ziblatt entre otros) de derecha o de izquierda, conservadores o neoliberales, de democracias consolidadas de occidente, o de democracias en construcción en América Latina, han creado la ficción de contraponer al pueblo contra la sociedad. ¿Y quiénes son los que conforman la sociedad que debe ser combatida? Evidentemente, todos aquellos que son identificados como enemigos, aquellos que difieren, que critican y que expresan su oposición. El líder populista que se considera a sí mismo como parte de ese pueblo  se ha transformado en un ser moral capaz de interpretar los deseos del pueblo y de velar por ellos, porque ha adquirido la capacidad de señalar a los enemigos internos del país.

Por eso, el discurso termina por ser totalizador y excluyente. Difícilmente escucharan a uno de estos líderes falsamente morales referirse a la sociedad, porque la sociedad le incomoda. La sociedad apela a ese acuerdo weberiano con el que se crearon las instituciones y las leyes que fomentan el orden y limitan al poder. De ahí que digan gobernaremos para el pueblo y por el pueblo para saltarse cualquier atadura ajena a sus deseos. A la sociedad la tienen que convencer y eso los frustra. Mientras más democrático sea el gobernante, más le hablará a la sociedad, mientras más autoritario se referirá al pueblo.

Y cuando el discurso permea, el pueblo se voltea en contra de la sociedad sin entender que termina atacándose a sí mismo, por más que Jorge Negrete cante que el hijo del pueblo no pertenece a la falsa sociedad. Por su parte, la sociedad no atina salir de esa trampa. No termina por entender los tiempos y acaba por actuar confundida y acorralada. La mayor desgracia es que la sociedad no ha sabido actualizar el acuerdo de valores y fines comunes. La sociedad es corresponsable de este enredo.

Marx señalaba que el motor de la historia es la lucha de clases, pero lo que estamos presenciando en la arena mundial es algo que está muy lejos de ser una versión moderna del enfrentamiento entre proletarios contra burgueses. Algunos de los que se identifican como parte del pueblo real y bueno están lejos de pertenecer a las clases bajas. Tal vez sea momento de rescatar lo que plantea el gran sociólogo francés Alain Tourane en El fin de las sociedades al señalar que “no conviene apelar a las armas, tampoco a la ley o la revolución, sino a la conciencia que tenemos de nosotros mismos, a la convicción de que hoy en día nuestro enemigo más peligroso es nuestra inconciencia, nuestra búsqueda de chivos expiatorios, nuestra débil voluntad de vivir, nuestra falta de pasión por la igualdad y por las libertades”.

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