El inesperado fracaso del gobierno

Después de la elección de 2018 que llevó a Andrés Manuel López Obrador (AMLO) a la presidencia de la República las cosas parecían que iban a funcionar. Vino un primer discurso de reconciliación donde se señalaba que se iba a actuar en contra de la corrupción, la impunidad la injusticia y la inseguridad, que se iban a respetar contratos y compromisos, que no habría deuda pública manteniéndose las finanzas públicas equilibradas. Todo parecía mejor de lo esperado.

Sin embargo, quedaba la duda sobre cómo sería el gobierno de López Obrador ¿sería un gobierno dirigido por un estadista que dejaría atrás las promesas extremas propias de cualquier campaña o sería aquel que optaría por cumplir lo prometido sin importar cuán grande pudieran ser las consecuencias? ¿gobernaría el moderado para la mayor parte de los mexicanos o el extremista que gobierna para sí mismo y para sus seguidores?

La respuesta no tardó en llegar. Optaría por mantener las promesas, es decir, gobernar para sí mismo. Todavía no tomaba protesta como presidente y ya se había decidido cancelar el Nuevo Aeropuerto de la Ciudad de México, pese al avance que ya llevaba. Si bien trató de disimular la decisión amparada en una consulta pública sin ningún tipo de rigor metodológico, lo cierto es que no se salía de lo establecido en su promesa de campaña, aunque las razones por las cuales se canceló la obra no están del todo claras. Se ha señalado por corrupción en los contratos, porque era una obra muy cara (faraónica en palabras de López Obrador), porque se afectaba el medio ambiente, entre otras razones. Lo anterior refleja lo que Cosío Villegas señalaba como el estilo personal de gobernar del presidente.

Si el presidente López Obrador gobernaría para sí mismo, en consecuencia el actuar público sería mediante creencias personales, cuando no en las ocurrencias. Destacó al principio del sexenio el postulado de que la respuesta para todos los males de México es un gobierno honesto y austero, desdeñando al mismo tiempo a los especialistas por considerarlos insensibles. Es decir, se gobernaría con la creencia de que un gobierno honrado y austero es más efectivo. Si bien no se puede estar en contra de dichos planteamientos, lo cierto es que no existen datos que puedan avalar su efectividad para gobernar. El quehacer público es mucho más complejo.

A lo largo de los años, López Obrador había detectado con gran olfato político que para posicionar su figura debía tener un antagonista. Si él es el bueno de la película (el muchacho chicho de la película gacha cantaría El Tri) por necesidad se requiere de un villano. Así, a lo largo de los años no se ha salido del guion, solo va cambiando de villanos. Primero fue Carlos Salinas, el innombrable como le llamaba; luego, la mafia en el poder que le robó la elección de 2006; y ahora el sexenio empezaba con la lucha contra los conservadores (encabezados por el expresidente Calderón) que no quieren el cambio.

Pronto tendría que buscar otro antagonista. Como no podía ser de otra forma, en campaña prometió que la economía iba a crecer de manera constante. Una serie de decisiones desafortunadas en la materia nos llevó a un nulo crecimiento. AMLO salió al paso de las criticas señalando que lo importante no era el crecimiento económico sino el desarrollo. Así, aprovechando que ya se había declarado el fin del neoliberalismo desde marzo de 2019 (al que se le acusaba de imponer políticas públicas basadas en una agenda internacional y no en las necesidades de la sociedad), se incorporó en la narrativa presidencial al nuevo villano, al causante de que la economía no creciera, al nuevo enemigo identificado por el presidente: el neoliberalismo. 

Con el concepto de conservadores, podía explicar el por qué la economía nacional no crecía, para acusarlos de deshonestos, de corruptos, pero no le alcanzaba para justificar el aumento a la inseguridad. Intentó culpar a las políticas implementadas por Calderón en el 2006, a los gobiernos que llama “prianistas” de los 18 años. Si bien lo anterior era vitoreado por sus seguidores la realidad no cambió, de hecho, se puso peor. En 2019 se cometieron más delitos que nunca, y a las mujeres les fue peor.

Si en 2018 los delitos aumentaron con respecto a 2017, el primer año del presidente López Obrador continuó con la misma tendencia. Si bien el total de homicidios se incrementó de 2018 a 2019, en términos porcentuales la diferencia fue mínima, apenas un 1%. Hasta aquí tenía cierta lógica el discurso de responsabilizar al neoliberalismo y seguir echando culpas al pasado. Pero una cifra adicional presentaba una realidad aún más terrible, de acuerdo con cifras del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública, en el mismo periodo de 2018 a 2019 las violaciones denunciadas aumentaron en un 11% y los feminicidios reportados fueron un 9% mayores. 

Cuando en noviembre de 2019 se realizó una marcha en contra de la violencia hacia las mujeres, resaltada ampliamente en la prensa por los destrozos realizados y no por las demandas presentadas, se debieron prender las primeras alarmas en el gobierno de que no iba a ser un asunto que pudiera abordarse bajo la narrativa oficial.  Ya otro asunto sensible, la escasez de medicinas, trató de justificarse como una lucha contra la corrupción, como otro efecto negativo del neoliberalismo. Aunque existió un fuerte reclamo público, no alcanzó los niveles que llegarían con el tema de violencia contra las mujeres.

La creciente indignación empezó a sumar elementos. El Fiscal General de la Federación solicitaba se eliminara la figura de feminicidio del Código Penal dada la dificultad que tenían los ministerios públicos para acreditar dicho delito. Es decir, en vez de invertir y capacitar al personal del sistema de justicia, se debían cambiar las leyes para mejorar su trabajo. Fue tal las negativas que se encontraron que la propuesta ni siquiera pudo presentarse de manera formal.

Luego vino el brutal asesinato de Ingrid. La sociedad se enteró con horror de la forma en que fue muerta y violentado su cuerpo. Se filtraron fotos y la indignación creció. Mientras esto pasaba, el presidente López Obrador dedicaba el tiempo a promover su ocurrencia más reciente, la rifa-no rifa, del avión presidencial. Pero la desgarradora realidad lo alcanzó cuando vino el secuestro y asesinato de la pequeña de siete años Fátima.

Por primera vez en mucho tiempo vimos a un presidente acorralado en sus conferencias, atrapado por sus palabras, cuando éstas siempre lo habían salvado. Ante los cuestionamientos precisos, la respuesta era siempre “tengo otros datos”. Se pedían cuestionar el incremento de los homicidios, se le podía señalar que en promedio mueren en México tres menores de edad al día, y si no alcanzaban las acciones de gobierno como defensa, siempre se escabullía repartiendo culpas a la prensa conservadora o a sus adversarios.

En el caso de los feminicidios y especialmente con las muertes de Ingrid y Fátima, el presidente López Obrador no encuentra la respuesta. Primero señaló que “se ha manipulado mucho el asunto por los medios”, luego que “se aprovechan cualquier circunstancia para generar campañas de difamación” (contra su gobierno, claro está).  Luego pidió que las marchas feministas en Palacio Nacional no le pintaran las puertas ni las paredes, lo cual por supuesto generó más molestia y un efecto contrario. Peor aún, el homicidio de Fátima, solo le mereció el calificativo de “lamentable”

Ante los insistentes reclamos para que el gobierno implemente una política que reduzca los feminicidios, propuso un decálogo de intenciones generales y vagas que no llevan a ninguna acción concreta. Luego, después de culpar a los tradicionales conservadores apuntó hacia el verdadero culpable en el incremento de los crímenes: el nuevo villano de la narrativa oficial, el neoliberalismo. La respuesta del gobierno consistirá en proporcionar “el bienestar material y bienestar del alma”. En otras palabras, cuando le piden acciones concretas contra los feminicidios, el presidente sale con creencias.

La trayectoria política de López Obrador se había caracterizado por imponer los temas de la agenda pública, por tener rápidos reflejos para reaccionar ante la opinión pública. Incluso en las adversidades había logrado encontrar una salida más o menos digna. Sin embargo, el inesperado fracaso está en su postura ante la movilización feminista, en la nula empatía e insensibilidad ante la indignación pública por las absurdas y horrendas muertes de Ingrid y Fátima. El inesperado fracaso del gobierno radica en que el guion del dualismo honestidad y austeridad contra conservadores y neoliberales se agotó frente a la violencia en contra de las mujeres. El inesperado fracaso del gobierno es que, siendo de raíz popular, acostumbrado a recorrer barrios y pueblos, no supo entender el enojo social. El inesperado fracaso del gobierno está en que, como alguien señalara en twitter, este gobierno le era más útil al país cuando era oposición. 

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